Supremo Shogun

(Comando Kamikaze)

 

 

二曲目

Epopeya Japonesa en Universo Paralelo – Canto Segundo

 

Tras una de aquellas ceremonias funerarias, cada vez más frecuentes, constatando la progresiva melancolía y desazón, la angustia que iba apoderándose de sus tropas, al borde él mismo de la desesperación por la impotencia ante tal cúmulo de reveses, aquejado de contenida y escondida melancolía, acomplejado de culpabilidad, temeroso de una rebelión interna contra su mando, inseguro ya de la inquebrantable lealtad de sus soldados, dejándose acompañar y escoltar tan sólo por un reducido séquito de oficiales absolutamente leales, se encerró con ellos el Supremo Shogún en su bien guardada tienda y allí expuso, ante esos fieles pretorianos, un plan de audacia casi suicida, de arrojada temeridad, para asaltar la fortaleza vikinga desde la que tan ensañada y eficazmente se les venía atacando, con el fin de reducir a todos sus moradores por el exterminio y hacer ondear, tras relampagueante victoria, las banderas del Sol Naciente sobre los altos torreones. A mentes más despejadas que las de aquellos fatigados y desmoralizados guerreros al borde de la hecatombe final hubiera parecido colectiva autoinmolación, espantoso irracionalismo suicida, lo que Su Comandante pretendía ante ellos disfrazar de táctica basada en el factor sorpresa y supuesta superioridad logística. ¿Hasta qué punto sabían aquellos hombres Lo Que Les Aguardaba, con qué grado de consciencia se entregaban en brazos de la muerte, o de Algo Aún Peor de Lo Que sólo la muerte les iba a liberar? Muchos de aquellos belicosos varones comprendieron enseguida a su Jefe: eran precisos, pues, escuadrones de kamikazes, no había otra alternativa aceptable que morir con honor, los ejércitos del Sacro Imperio Romano Germánico avanzaban imparables hacia Escandinavia para rematar la faena de aquellos vikingos que ya prácticamente les habían derrotado, atrapándolos en su tortuosa geografía como en una celada sin escapatoria, el “vae victis” resonaba como un lamento premonitorio y cruel en los oídos de unos hombres que nunca estuvieron preparados para ser vencidos, que jamás aceptaron la compasión que nunca tuvieron con sus enemigos; había pues que morir matando, matando, matando: “BANZAI, BANZAI, BANZAI, BANZAI”, bramaron sus pechos tras escuchar el descabellado plan de Su Comandante, “BANZAI, BANZAI, BANZAI, BANZAI”, rugieron sus corazones respondiendo a la arenga del hombre que a esa locura letal los iba a arrastrar. Él Mismo, su Amado Samurái, su Supremo Shogún, estaba dispuesto para la última aventura, para presenciar, bien erguido el rostro, el Crepúsculo del Sol Naciente en las tierras heladas de la Aurora Boreal.

 Sí, seré el primero, se decía, si he fallado, debo pagar por ello, si me he equivocado debo compensar, con mi vida, esa equivocación, si he llevado a tantos de mis valientes a la muerte, yo mismo debo morir, debo compartir con mis compañeros el destino común; pero si he de morir, moriré peleando, hasta el final, moriré destruyendo, moriré matando, como guerrero y súbdito heroico de nuestro Amado Emperador. ¿Qué más nos queda por hacer? ¿Esperar pasivamente a nuestros verdugos?, ¿ser ultrajados, escarnecidos, esclavizados?, o algo mucho peor: la esclavitud parecería leve castigo a nuestros enemigos. ¿Qué otro camino? Mis hombres mueren a manos de estas bestias de la manera más humillante, la mayoría de sus cadáveres no yacen cubiertos de gloria, la horrorosa ferocidad de estas gentes está consiguiendo desnaturalizar al guerrero nipón y, ¡Ay!, en las últimas batallas mis ojos han presenciado visiones inimaginables, vergonzosas, que nunca pensé que podrían presenciar: soldados que huían abandonando sus armas, temblando como débiles ramas que presienten el huracán, corriendo como aterrorizados cervatillos ante la irrupción de un león descomunal – ¡desmerecedores incluso de la dignidad del seppuku! – de sitiadores hemos pasado a ser sitiados, de atacantes a atacados, de dominadores a dominados y, si no salimos pronto de esta ratonera, el zarpazo del gran gato se abatirá sobre nosotros, y sus garras nos desollarán, nos destriparán; ya nos asedian jaurías desde los más inverosímiles lugares, de nada nos sirven las tropas de refresco, las levas de adolescentes: esos jóvenes, debilitados por su desconcierto, paralizados ante la abrumadora mortandad entre los nuestros, engañados por su inexperiencia, son constante objeto de las mayores insidias, acaban mutilados, o ahogados en los fiordos, o colgados de los árboles, sus cabezas cortadas y expuestas en picas, sobre las empalizadas de los más mezquinos poblados, NO, NO, no puedo seguir sacrificándolos, no puedo diezmar a nuestra juventud, no puedo privar al Japón de su futuro: si hoy nosotros somos vencidos, ellos mañana deberán vengarnos, cobrarse en la sangre de estos bárbaros la sangre que a nosotros nos hicieron verter … ¿Qué más tenemos que perder?, ¿qué más TENGO que perder?, y si nuestros dioses quisieran que aún consiguiéramos tomar al asalto esa ciudadela de inexpugnable apariencia que se erige en orgulloso desafío sobre nosotros como un jayán de piedra que pudiera aplastarnos como a miserables insectos en cualquier momento, y producimos gran mortandad entre sus defensores y habitantes, lograríamos suspender el tan desfavorable curso de la guerra en estas tierras, y ganar así tiempo para reorganizar nuestras tropas a la espera de mejores refuerzos, considerar nuevas estrategias que restablezcan nuestro incuestionable dominio en la vanguardia – sólo ahora puesto en cuestión – sorprendiendo a los bárbaros con nuestro valor y nuestra capacidad de regeneración y restablecimiento en la más completa adversidad, pues son impresionables y temerosos de nuestra ferocidad estos salvajes que nos ven como demonios escapados de un submundo infernal, sabemos que les aterra la muerte y que no la contemplan con serenidad sino como a un monstruo voraz presto en cualquier momento a devorarlos, mientras que la muerte puede ser, para nosotros, Algo mucho más digno y deseable que la propia vida, material prisión del espíritu y de la libertad absoluta, al fin y al cabo. Un Sol Perpetuamente Naciente Debe Calentar Nuestras Almas En Algún Otro Lugar.

 Así pensaba el Supremo Shogún, y con estos pensamientos conseguía finalmente la nebulosa melancolía de su espíritu expulsar, y nuevos ánimos afluían revitalizadores a su corazón, que los insuflaba a su vez en los corazones de sus compañeros, y de esta manera preparaba su comando de kamikazes, los arengaba y entrenaba para su arriesgada operación, en la que a los más curtidos combatientes debería acompañar un pequeño batallón de soldados más jóvenes, selectos entre los más aguerridos de los adolescentes, encargado cada uno de ellos de guardar las espaldas, con casi amoroso celo, de un oficial que le había hecho merecedor de su intimidad, por el que estaba dispuesto a matar y a morir, a morir matando, y cuyo destino final, cualquiera que fuese, estaba decidido a compartir.

 Aguardaron pues a una noche que envolvió toda materia con sus densas brumas, a una noche fantasmal donde se cobijaba Ella, acechante, a una noche sin luna donde se levantaban oscuros presagios entre aullidos de lobos y vuelo de murciélagos, pequeños vampiros durante el día refugiados boca abajo en los intersticios y grietas de la musgosa piedra del castillo erigido en lo más escarpado de la alta montaña, y que aleteaban ahora, ciegos frenéticos, alrededor de los que iban a morir en este último servicio a Su Patria y a Su Emperador. Sumidos en un silencio de acero, un leve cosquilleo en la base de sus estómagos, fueron ascendiendo, ahuyentando las voladoras criaturas a manotazos y mandobles, aturdidos por lo imprevisto de aquel enjambre de aladas ratas, fueron trepando los valientes suicidas, fortalecidos por su comunidad en el amor viril, por los arriscados basamentos de la fortaleza, como bien entrenados escaladores, como ágiles monos negros, carnívoros y prestos a letales dentelladas, encaramándose a los peñascos y a las ramas de los árboles, dispuestos a sumirse, al menor traspiés, en el vacío que se abría a sus pies, pero esforzados atletas de la voluntad que suben y suben y suben sin perder la compostura, conscientes sin duda de Lo Que arriba les puede aguardar, pero en cierto modo esperanzados de que los dioses estén de su parte y no les dejen fracasar, porque aunque ellos ya han podido comprobar en el combate cómo son sus cuerpos de envergadura inferior a la de los bárbaros, y que incluso las armas que portan son – comparadas con las de sus oponentes – de más pequeña dimensión, piensan que por ser más pequeños pueden de esa aparente desventaja algún provecho sacar: a pesar de todos los reveses sufridos en estas malditas tierras siguen considerándose más ligeros, más flexibles, más inteligentes – aunque hayan comprobado ya, muy a su pesar, que a estos bárbaros NO superan en valor – y al considerarse con una capacidad logística muy superior confían aún en la contundencia e imprevisibilidad del ataque nipón, y así iban ascendiendo, sorteando hábilmente los escollos, elevándose en coordinada cooperación, con monótona tenacidad, venciendo sus bien calzados pies los escarpados peldaños del más alto torreón, con los dientes apretados, sedientos de sangre, como predadores ansiosos por morder y desollar a las presas que se pretendían cobrar.

  Apenas una veintena de hombres fanatizados contra la adversidad, enloquecidos ante la proximidad de Ella, su espíritu mudamente sobrecogido ante el presentimiento de Algo Sublime, acorazados los cuerpos pero desnudas las cabezas de estorbantes cascos, ceñidas las frentes con blancos pañuelos en cuyo centro relucía, proyectando rayos refulgentes, el luminoso astro, dispuestos puñales, dagas, cuchillos, estacas de hierro, espadas y lanzas que lastraban su ascensión, aguzantes, escrutantes sus ojos rasgados, felinos, tensos hasta el desgarro cada uno de sus músculos bajo el caparazón de acerado azabache; comandando la vertical procesión de metálicas hormigas, Él, todavía Su Supremo Shogún: el primer golpe, fatal o no, sería para Él, y Él daría también su primer golpe, la señal efectiva del ataque sorpresa. Antes de que el menor sonido pudiera salir entre los labios del adormecido centinela vikingo, la acerada flecha de una ballesta nipona le había seccionado ya la garganta. Como lobos con hambre atrasada, tres escarabajos se lanzaron sobre el cuerpo muerto de aquel joven rubio: lo vaciaron a cuchilladas, lo decapitaron, con limpieza, arrojaron sus armas por encima de los prismas de la almena; a continuación, lo arrojaron a él, la cabeza primero, el cuerpo después. Fueron advertidos enseguida por todo un batallón enemigo: una masa compacta y aullante de corpachones bien abrigados con pieles y corazas, una bandada de alados cascos y blondas cabelleras, un flamear de vigorosas espadas se abatió sobre los intrusos, que no retrocedieron. Cuerpo a cuerpo. El entrechocar de los metales generó un rojo relampaguear en la negra densidad de la noche. Los escarabajos negros se batieron bien, sin ofrecer a sus colosales oponentes la más mínima señal de vacilación. No se amilanaron ante la abundancia de la carne escandinava. Derramaron abundante sangre, y no fue en este momento la suya. El Supremo Shogún destacó por su valor y su maestría carnicera. Sus subordinados lo jalearon, levantaron aún más sus corazones al sentirse comandados por Su Comandante, que nuevamente ante todos ellos Su Ejemplo ofrecía. Los veinte arrojados nipones dieron buena cuenta, en no demasiado tiempo, de la mayor parte de la guardia centinela de la almena. Pero los que escapaban de su ciega furia ya iban dando su voz de alarma, no era en vano el reguero de su sangre a través de la escalera de caracol que, como excitados asesinos sonámbulos, olfateándola, iban siguiendo los invasores. El rastro de la sangre vikinga conducía a los kamikazes hacia el corazón de la fortaleza enemiga. Exaltados por la victoria en lo alto, en la alcanzada cumbre de piedra, aullaban los samuráis, despertaban, estúpidamente, a toda la ciudadela - ¿era esa la inteligencia superior que sobre sus oponentes creían tener? – persiguiendo, poseídos de colérica suficiencia, a los que los conducían a Su Holocausto. Todas las antorchas flamearon, vistiendo de oro refulgente las paredes de piedra del castillo. Sorprendidos por el progresivo iluminarse de la asaltada fortaleza, como si hubieran contemplado combatir en la oscuridad, los veinte escarabajos se detuvieron un instante, aturdidos por el cegador resplandor del núcleo vivo del hollado recinto, aminoraron la velocidad de su avance, blandieron alto sus espadas. Tres alas de fuerzas vikingas apretaban su cerco. Entonces, como asaltados por una instantánea, compartida revelación, comprendieron Su Destino, y lo aceptaron. El choque fue violentísimo, desigual, terrible. Resistieron largo tiempo, causaron considerables bajas, pero la suerte estaba echada para ellos. Cinco de los jóvenes cayeron primero: desde su puesto de combate, acorralado por enemigos de más alta estatura pero inferior maestría en el matar, el Supremo Shogún entrevió al poderoso guerrero vikingo que los venció, desbaratándolos como a una díscola pandilla infantil: su semblante y complexión semejaban los del mismísmo Thor encarnado; sus brazos largos, poderosos, golpeaban con contundente, implacable impiedad. Atacado primero por uno de los adolescentes, que retrocedió al poco lleno de pavor ante su sobrecogedor contraataque, recibió después las puyas de otros dos más, descuidados de su misión de cubrir las espaldas de sus amantes, y fueron por fin cinco muchachos los que pugnaron inútilmente por doblegar la extraordinaria fortaleza de aquel guerrero principal, de aquel coloso que parecía juguetear con ellos, recreándose como un gato con unos ratoncitos antes de zampárselos, que se divertía con sus pueriles grititos de guerra, con sus muecas terribles, que con uno de sus largos brazos apartaba de la palestra displicentemente a los demás para dedicarse sólo a uno de ellos, estremecido de pronto al verse en soledad frente a su oponente, volvía los ojos buscando ayuda, apenas un segundo antes de que su tierna cabeza, separada del tronco, rebotara varias veces sobre las losas de piedra del pavimento y fuera a quedar, muda, patética, olvidada, en algún desapercibido rincón. A un segundo también decapitó, de un solo y certero tajo, y su cuerpo al instante se desplomó para quedar sentado, antes de vencerse al fin por un costado. Lanzáronse entonces contra él, al unísono, como casi todo lo que hacían, estimulados por el propio horror de lo que acababan de presenciar, vengativos, dos púberes gemelos, fornidos pese a su temprana edad pero por ella misma un tanto insensatos y alocados, dos hermanos que permanecían unidos en la mayor parte de los actos de su vida aún después de tomar sus amantes, y que unidos iban a luchar y a recibir la muerte a manos de este guerrero colosal. Tras rechazarlos en principio con sendos empujones de su escudo, detúvose un cierto tiempo el Gran Vikingo a examinarlos con mirada curiosa, mientras le enseñaban graciosamente los dientes, y no le pasó inadvertida, pese a diferenciar difícilmente los rostros nipones, la gran semejanza física de sus dos atacantes, nunca una gota de agua hubiera sido tan parecida a otra, y sintió el deseo, imposible de cumplir, de matarlos al mismo tiempo, de cercenar sus idénticas cabezas con un solo mandoble; como macizos jabatos, otra vez ambos a una, embistieron los jóvenes chillando contra el rubio dios marcial, que no tardó en desarmarlos, en debilitar su ímpetu a golpes de férrea maza, entre los cuales iban retorciéndose de dolor, pues ibánseles las piezas de las corazas desprendiendo como las capas de una alcachofa y dejando expuestas sus carnes al castigo del hierro. Acudió el quinto del grupo a socorrerles, mas un certero ballestazo, procedente de algún lugar indeterminado, una maligna punción entre dos piezas mal ensambladas de la coraza, paralizó para siempre sus miembros con la muerte prematura. Diríase que, fascinado por aquel extraordinario desdoblamiento de una misma carne, por aquel univitelino milagro – igual pelo, igual frente, iguales ojos, iguales narices, iguales bocas, iguales óvalos, iguales cuellos, iguales hombros, iguales cuerpos – el vencedor decidió conservarlos con vida, reservándolos como raros objetos para su posterior y más detenida consideración y así, uno junto al otro arrodillados, aturdidos por los mazazos encajados, abatidas y semipendulantes las testas, sangrantes las narices que goteaban hacia el suelo su líquido carmín, él mismo los amarró a un vecino pilar, enlazando las cuatro muñecas con una gruesa cuerda, sujetándolas con un fuerte nudo que les laceró la piel, encargando su custodia a dos de sus guerreros antes de reincorporarse a la lucha contra el resto de los asaltantes.

 Agente letal para sus cercadores, mostrábase no obstante el Supremo Shogún incapaz de sortear el cada vez más insidioso asedio de sus enemigos, y sólo por esta causa no llegara en auxilio de los preciosos jóvenes que Él comandaba, impotente para evitar su ruina a manos de tan formidable guerrero que, cansado de malgastar sus energías dedicándolas a tan inferiores oponentes, buscaba ahora, ansioso, algún adversario más digno de Su Talla. Ni siquiera sus amantes, de ellos apartados por el caprichoso azar, habían podido socorrerlos, tal vez no tan intensos los lazos que unían sus corazones como los del tebano batallón sagrado, puede que no tan profundo su invencible amor, pero algunos asistieron, desde su alejada posición de combate, separados de ellos por la confusión y el  aturdimiento inicial, al inútil sacrificio de sus erómenos, y la consternación les invadió, y debilitó la desazón sus brazos, y fueron desfalleciendo sus espíritus. En torno al Supremo Shogún, acorralado, aunque firmemente resistente, iba desplegándose el triste espectáculo de la desgracia, y los gritos de dolor de los caídos, irregularmente espaciados, anunciaban la inminencia de la tragedia. Regueros de sangre japonesa se entrelazaban, formando caprichosos dibujos, charcos cada vez más caudalosos sobre las frías losas del pavimento de piedra. Al volverse, buscando espacio para desprenderse del cerco que buscaba estrangularlo, puso presenciar el Comandante el consiguiente desarrollo de los combates del verdugo de los jóvenes: no eran ya bisoños soldados quienes se le enfrentaban, sino dos de sus lugartenientes, dos curtidos oficiales que precisaban unir sus fuerzas para acometer e intentar doblegar al fenomenal oponente, dos bravos y bien plantados guerreros, dos veteranos de su mayor confianza que sudaban sangre en sus desesperados intentos por abatir a ese guerrero que por sus sobresalientes atributos parecía ser El Jefe Vikingo, el Amo de la fortaleza, y a ello parecía apuntar su broncíneo yelmo coronado de aúreas alas de águila imperial, sus largos cabellos blondos, su barba dorada también aunque entreverada de hebras grisáceas, su magnífico escudo con incrustaciones de piedras preciosas, su romana coraza, de augustas proporciones, su espada nibelunga, su maza de acero macizo, sobrecogedora … desde su rincón obligado, donde rechazaba los continuados ataques de sus enemigos sin mayores dificultades, presenció el Supremo Shogún, con creciente angustia, el estremecedor duelo entre sus hombres y el rubio jayán, dos fuerzas unidas aún insuficientes contra una sola, en todo momento dominante desde su elevada estatura sobre los denodados samuráis, que apenas otra cosa podían hacer sino exhibir su profusión de armas blancas frente a la olímpica mole que sobre ellos se abatía con fenomenales, siempre certeros mazazos; comprendió el Supremo Shogún la estúpida equivocación que había supuesto asaltar la fortaleza desprovistas sus cabezas de los cascos de compleja configuración con las que en el campo de combate siempre las habían cubierto: es verdad que el negro, pesado acero de sus aviserados yelmos les hubiera estorbado la visión en el progresivo ascender hacia las almenas de la ciudadela, que los adolescentes que había decapitado el Vikingo no hubieran eludido ese destino incluso aunque los hubieran llevado; pero de alguna manera sin ellos sus cabezas se ofrecen más vulnerables al implacable tajo de esa espada formidable, inermes ante los potenciales mazazos de aquella maza colosal, pero el Vikingo no opta por aplastarles con ella los cráneos, sino que los golpea repetidamente en sus cuerpos acorazados, abollándoles las corazas, deformándoselas: semejantes apenas a dos canes rabiosos apaleados por un amo cruel, aparentemente crecidos en su furor por el castigo, impotentes para abrir una sola herida en el inaccesible cuerpo de su enemigo, avanzaban y retrocedían alternativamente, como animales posesos, como desesperadas fieras en brutal combate con una bestia mucho más poderosa, golpeando el suelo con sus botas de cuero chapado, flexionando sus cortas piernas como luchadores de sumo, gritándose autoestimulantes “BANZAI, BANZAI, BANZAI” como si ese grito fuera una potentísima droga que sus cerebros necesitaran para continuar el combate, para no dejarse llevar por la desesperación, resoplando y rebufando por el esfuerzo que tienen que realizar para afrontar a un enemigo que nunca antes, a lo largo de su prolongadas carreras como curtidos combatientes, imaginaron que alguna vez, en algún lugar, tendrían que afrontar; tomando nuevo impulso para el choque kamikaze contra el Coloso … y en ese momento, sobrecogido, vio el Supremo Shogún cómo uno de los vigorosos brazos desnudos del Gran Vikingo, hecha garra en su presa, iba alzando del pavimento a uno de sus hombres, el más robusto, el de cuerpo más compacto, a puro pulso levantado, pateantes sus descolocados pies en el aire, de sus armas despojado, por una correa de la coraza en el pecho sostenido, como si su cuerpo apenas nada pesara para esta especie de dios de la guerra, sometido a obligada levitación, finalmente sobre la cumbre del hombro su cintura aposentada, tenazas en sus piernas las manos raptoras, de pronto niño tornado en brazos de un adulto ante su anonadado compañero, en misma arma humana metamorfoseado en poder de su enemigo, pues su propio cuerpo apresado le sirve al Gran Vikingo de animada maza para golpear, prensados sus tobillos, el torso leve de pasmo del otro samurái … “KLANK”, retumba metal contra metal, y el compañero se descompone, al pronto, bajo el tremendo impacto, desarticulada marioneta bajo la desplomada complexión del camarada, vencidos ya los dos, insignificantes peleles que el Vencedor arrastra por sus cinturones hasta otra columna, que en su pedestal descarga como arrugados fardos, a cuyo frío cilindro de mármol amarra prisioneros, y allí deja, como a los adolescentes, bien custodiados.

 Un dolor moral, desgarrador, una llaga del espíritu, se abre entonces en las entrañas del Supremo Shogún, ahíto de tanta humillación, lloran sus ojos de rabia y desesperación, y renacida cólera fortalece su brazo para romper el fastidioso cerco, va abriéndose paso entre sangre hacia Su Enemigo, dispuesto para el Combate de los Jefes. Aulla su desafío a medida que va acercándose hacia Thor redivivo: sabe que va a batirse con un dios. Su misma angustia le infunde el necesario valor. Héctor busca en Aquiles su destino, sólo que aquí es Él el invasor. El Gran Vikingo lo aguarda, amoroso, con una sonrisa: le estaba esperando, al fin sabe quién es el Comandante de los invasores, el hombre que ofrecerá, inmolado, alimento a los dioses arios, ese guerrero que avanza anhelante hacia su abrazo fatal … como todos los nipones, parece complacerse en sus bélicos grititos, en sus eructados berridos, como si los necesitara para autoinfundirse un valor del que no estuviera especialmente sobrado, más que para atemorizar a un oponente que no le tiene el menor temor. A escasos pasos del Gran Vikingo, ensaya el Supremo Shogún teatrales posturitas marciales, que divierten al dios. “Que estas marionetas hayan sido capaces de conquistar el mundo …” se dice con sarcástica sonrisa el escandinavo jayán … la espada del Supremo Shogún se desliza en lento círculo por el aire, su cuerpo se contorsiona en una danza ritual, de pronto queda firme, el arma al frente, e inclina ceremoniosamente la cabeza ante su rival. Pero no le concede el Gran Vikingo el honor de la espada: hastiado de cortar cabezas en combate, prefiere su maza colosal, desdeña la esgrima que le ofrece su oponente. Maza y espada entrechocan, por primera vez, en el aire, lo inflaman, se funden sus densos alientos en cerrada proximidad, rugen sus músculos, se atraviesan sus miradas: glaucos lagos de hielo donde se sumergen, hipnotizados pero aún ígneos, candentes carbones; entrecrúzanse en la atmósfera (pues es esta palestra el mundo) vigorosos mandobles, silencioso el Vikingo, chillón el Nipón, mientras, imperceptiblemente, un espeso cerco de espectadores va rodeando a los últimos combatientes: todos los invasores, salvo Aquel, han sido ya reducidos. Una espada samurái hiere entonces, por vez primera, la carne impenetrable del dios, provoca la efusión de su divina sangre. Sólo el Supremo Shogún, de entre todos los nipones, ha podido gozar de este privilegio, que muy caro pagará. Se duele el rubio jayán del golpe sorpresa, pero detiene a tiempo una segunda acometida, que trata de aprovechar su momentánea debilidad. Impacta la maza entonces, “KLANK”, también por vez primera, en la cintura del nipón, que se retuerce con un grito ahogado, que retrocede tambaleante, que se recupera al instante y adelanta, con un grito furioso, el filo humedecido en la sangre inmortal. Mira el nipón esa sangre arrebatada como una promesa de victoria, hasta ese punto llega su alucinación. Sueña despierto. Acomete con tal ímpetu que obliga a su enemigo a apartarse, a tomar cierta distancia de seguridad. La maza detiene su espada una y otra vez, la torna estremecido metal, la confunde en su camino y al fin se descarga contra la coraza en un golpe atronador, “KLANNKK”, que la deja arrugada, descoyuntada, y su metálico estruendo vuelve así sordo al Supremo Shogún, desplazado por el impacto a considerable espacio, reculante en su inercia hasta que una columna lo detiene, y lo lanza al suelo, donde trata de levantarse, sin soltar su arma, apretando la empuñadura con pulso tembloroso … Aquella terrible maza parece actuar con completa autonomía, ser ella misma su único enemigo; por un instante, se siente indefenso objeto en una especie de juego de pelota; siente, dolorosamente, su insignificancia. Los bárbaros jalean a Su Jefe, le animan a acabar con esta cucaracha nipona cuanto antes, a aplastarla bajo el acero de la maza colosal, pero el Samurái, convertido en insecto, apenas puede oírlos. Se incorpora al fin y ahora es Él quien, en inestable equilibrio junto a la columna, aguarda a su atacante. Siente que su fin se acerca. Pero se dispone a resistir, hasta el límite de sus fuerzas. Todo termina antes de lo que se imaginaba: el Gran Vikingo le pone cerco contra la columna, lo asedia a mazazos, Él se agacha para esquivarlos, suelta vanas cuchilladas, con los dientes muy apretados, rechinantes, tratando de encontrar un punto vulnerable en la moviente mole, pero no puede encontrarlo; “KLANK, KLANK, KLANK”, saltan desprendidas las piezas de su coraza, “KLANK”, el hierro golpea su estómago, le rompe allí la acorazada protección, “KLANK”, inmoviliza su cuerpo entero contra la columna, donde es severamente castigado, “KLANK, KLANK, KLANNKK, KLANNKK”, sus miembros se desatan, sus rodillas se doblan, sus músculos se aflojan, su espada acuchilla, cada vez más débilmente, el aire. La cabeza de la maza presiona, como un Falo, su vientre desnudo, lo apuntala en el cilindro de mármol, lo fija allí como un entomólogo a un atravesado insecto, a un desnudo escarabajo que ha perdido su costra protectora, y el Supremo Shogún boquea como un pez extraído de su elemento natural, tratando de aspirar desesperadamente un aire que le falta cada vez más; golpea el hierro su muñeca, se la rompe, le hace un grito ahogado soltar, sus dedos, aflojados, se deslizan por la empuñadura, cae su espada al pavimento con impacto de metal, pende flácida la mano, y allí muerde, de súbito, el filo de la espada vikinga, desprendiéndola como a un tierno retoño; contráense entonces todos los músculos del anonadado nipón que, aullante, se reduce a su vez a una bola de inclinada carne doliente, a Su Vencedor sometida. Antes de desfallecer puede entrever, entre la bruma de su consciencia, las robustas rodillas del Autor de Su Derrota, las ensangrentadas losas del pavimento donde yacen sus compañeros, y cerca de su desprendida espada, contraídos sus dedos como curvos gusanos, su mano, limpiamente cercenada. Masca la amargura de su fin, llora, y se orina, como un niño …

 

 

 

 

 

 

 

 

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