Supremo Shogún (Comando Kamikaze) 最初の曲 Epopeya
Japonesa en Universo Paralelo – Canto Primero Humano al fin, fatigado por la dura aunque
provechosa jornada de combate, bañadas su espada y su armadura en la reciente
sangre de los que hoy ha matado, llega el Supremo
Shogún a su tienda de campaña, levantada como una fortaleza sobre la última
colina conquistada, por fieles centinelas resguardada, y raudos acuden
servidores y asistentes a desabrochar las corcheas de su acorazado uniforme,
liberar del yelmo su severa cabeza, casi al cero rasurada, e ir
desprendiendo, como las partes del negro caparazón de un insólito molusco,
cada una de las piezas que, antropomórficamente forjadas, férrea imitación
muscular, protege su carne expuesta a las contingencias del tiempo, mortal al
fin, como la de sus enemigos. Es el Supremo Shogún el más joven
y gallardo de los generales del Imperio del Sol Naciente en Universal
Expansión, su más grande y heroico Conquistador, el guerrero que mayor
espacio vital ha ofrecido, limpio de rebeldes resistentes, al dominio de su
divino Emperador. Exaltado él mismo como un dios por su belicoso pueblo,
enriquecido con vastas posesiones otorgadas por el Monarca, no parecen
seducirle en cambio la púrpura y la seda, las delicias y exquisiteces de la
vida cortesana de la capital de un Imperio en el más alto grado de su
confiada Autosatisfacción, ni siquiera los dulces cantos de las geishas que
lo adormezcan entre sus brazos entre sorbo y sorbo de licor de arroz; sólo
los broncos clarines de la Guerra, el vértigo de la Imperialista Expansión,
que no parece tener fin, los lastimeros aullidos de los guerreros que va
sometiendo, implacable, con su espada, que poco se complace en ejecutar
prisioneros, mucho más en ultimar valerosos oponentes en el campo de batalla,
desgajar después sus cuellos sobre los abatidos hombros con su afilado acero.
Ése es: ser un Marte para su Patria, más que su trabajo, su Supremo Ideal, el
sentido de su vida. Si no encarnada divinidad, el Héroe al menos, favorito de
los dioses y del Emperador. ¿Qué más, preguntábase apenas él, podría desear
un hombre? ¿La sangre? Precioso líquido vital de los humanos,
ofrendado néctar que satisface a los inmortales, desbordado río purpúreo que,
ya remansado, bañará los olímpicos dominios. ¿El dolor? Alegría es para nosotros el sufrimiento de
las enemigas tribus, tan inferiores e impotentes ante nuestro Poder, a
nuestra Tribu sometidas y por ese Poder esclavizadas. ¿Mujeres violadas,
niños descoyuntados contra los muros, traspasados en los vientres de sus
madres? Nuestra raza superior debe
perpetuarse, nuestra semilla florecer incluso en el seno extranjero, vivero
de mestizaje para el Futuro del Imperio: machos nipones siempre engendrarán
machos nipones, aun en úteros de esclavas; de cualquier forma no le compete a
Él tan inmunda necesidad, vulgar ocupación de la soldadesca, de los
mercenarios, de la chusma: mantendrá Él su voto de castidad hasta haber
alcanzado el último límite de su bélica voluntad, servidor de su Emperador
hasta las últimas consecuencias; sólo entonces, cumplido su deber, pensará en
yacer junto a otro cuerpo humano en el lecho de la voluptuosidad; pero tan
alta será su satisfacción ese día que, altivo y desdeñoso, podrá incluso
renunciar a cualquier otro añadido placer. Ese día, incluso, no le importará
morir, eso sí, como mueren los héroes. Pero, ¿contra quién luchará, finalizada
la Guerra? Pensando en esto, una
sombra de desasosiego nublaba su mente y, ahora sí, el más puro miedo a la
muerte le asaltaba antes de que la bronca llamada de los clarines, como un
reclamo, le recordara que seguía vivo y ahuyentara de su cerebro fastidiosas
imaginaciones sobre las asechanzas de la Paz, despertando al instante los
hasta entonces aletargados músculos de este agente de la muerte. Todos hemos de morir, se decía,
pero yo debo seguir apurando, como si fuera eterna, esta vida que se me ha concedido,
esta vida que no puede vivir en paz. Nacido, pues, para matar: así lo han
querido los dioses, y ante ellos yo me he prosternado, y les he prometido
hacer Su Voluntad. Ésta es la Vida: continuar
comandando mis tropas hasta los más extremos confines de nuestra ambición,
seguir enriqueciendo a nuestra Nación con el incalculable potencial de los
pueblos que conquistamos y sometemos, con sus gentes reducidas a la
servidumbre, sus campos, sus materias primas, sus industrias, con el oro y
demás metales preciosos de sus minas, por nuestros esclavos trabajadas, con
sus sabios forzados a entregarnos todo su conocimiento, obligados servidores
ellos también del Tenno. ¡Hemos conseguido tanto! Pero aún no es suficiente, no, creo que
nunca, nunca, nunca será suficiente … ¡BANZAI, BANZAI, BANZAI! Hemos conseguido tanto, y en tan
poco tiempo: el Universo entero se abre ante nosotros, ningún pueblo de la
Tierra resistirá nuestro avance arrollador, todos, TODOS, serán nuestros
siervos. Aquel que quiera mantener su libertad, tendrá que perecer. Es la Ley
del Más Fuerte. Siempre ha sido así. Y así será siempre. En mi tienda, relajado y lúcido,
tranquilo y vigilante después de un buen baño reparador, mis oficiales
despliegan ante mis ojos los mapas de nuestro Imperio, la geografía en
relieve de nuestros vastos dominios, la cartográfica representación de los
territorios conquistados desde aquel glorioso Año I de la Expansión: el
aperitivo nevado de las Kuriles al Norte, las primeras que gané, de las que
soy Señor, el archipiélago de los tagalos al Sur, bajo el Trópico de Cáncer,
algunas de cuyas islas también, por merced del Emperador, me pertenecen; la
península de Corea, pórtico de nuestra Gran Invasión: la gigantesca China,
asolada tras años de esfuerzo colosal, sometidos y humillados sus pueblos, desde
los más pacíficos a los más belicosos, esclavizados o muertos mongoles,
manchúes, tibetanos, colonizados los periféricos, amedrentados incluso los
más asilvestrados, escondidos como alimañas en las madrigueras de sus
densísimas selvas, reducidos a sumisos protectorados los países de los tais,
los malayos, los indonesios, los birmanos, los butaneses, los nepalíes, los
indios, los turquestanos … sumisos, sí, después de nuestras selectivas
matanzas, de nuestros calculados holocaustos, sumisos salvo esos puñados de
locos rebeldes que todavía golpean, traicioneramente, nuestra retaguardia con
sus guerrillas. ¿Pero qué puede importar eso? ¿a quién le cabe alguna duda de
que terminaremos exterminando a esas ratas en sus inhóspitos cubiles? La fuerza de la Civilización es imparable,
su avance constante no puede ser detenido por insignificantes revueltas en
nuestro patio trasero: no más que una cuestión de orden público, tarea que no
compete tanto al Ejército como a la policía. Esas pequeñas brasas aún por
extinguir no deben distraernos de nuestra próxima operación relámpago: la
conquista – desde las Kuriles-Kamchatka al Norte y desde Manchuria-Mongolia
al Sur – de los limítrofes países eslavos, vastísima antesala de Europa … ¡BANZAI,
BANZAI, BANZAI! Impuesta, pues, la Pax Nipona, en
las provincias de los uzbekos y turquestanos, rindiendo ya sus toscos dioses
pleitesía al Gran Tenno, Señor del Universo, las tropas imperiales, ahítas de
victoria, reciben la orden de repostar en sus cuarteles de invierno, revisar
y poner a punto la tecnología de su formidable máquina guerrera antes de
proseguir la Expansión hacia el corazón del país de los rusos,
convenientemente pertrechadas para soportar los extremados rigores de su
crudísimo Invierno, a cuyo final aguardarán pacientes en todo caso como
paréntesis previo a la operación que prevén desarrollar bajo el mando siempre
firme de Su Comandante: y es que, divididos en dos cuerpos de Ejército, similares
sus vanguardias a la doble cabeza de una voraz serpiente negra, bordeando las
orillas del Mar de Aral y la Estepa del Hambre, se lanzarán imparables hacia
la apetecida fortaleza de Moscú para destronar al zar o convertirlo – como
hicieron con el emperador chino – en un pobre títere al servicio del Gran
Tenno. NADA les detendrá: acordados
están ya los pactos de no agresión con los imperios menores vecinos,
supeditados a su sobrehumana potencia y dinamismo, garantizada su neutralidad
cuando lleguen a las mismísimas puertas del Sacro Imperio Romano Germánico de
Occidente, su único rival de consideración en todo el Universo Mundo. Conquistada
Moscú, domesticado el zar, depuesto y encerrado en una mazmorra del Kremlin
después, entronizado en su lugar un general nipón, mucho más ambicioso de
púrpura y mundanales vanidades pasajeras que el Supremo Shogún, apenas tres
batallones ponen casi inmediato fin a la rebelión, allá en el Sur, de los
cosacos ucranios, y traen consigo, como despojos de guerra, las segadas
cabezas de los cabecillas, que colocan, patéticas, a los pies de Su General. Alarmados heraldos notifican
entonces la inquietante noticia al Gran Emperador de Occidente: los diablos
amarillos del Extremo Oriente, acorazados como negros escarabajos, han
llegado hasta las mismísimas puertas del Imperio de la Santidad, amenazando
sus débiles fronteras con su colosal aparato guerrero, pavoneándose, ebrios
de la humana sangre de sus víctimas, ante las murallas defensivas de los
escandinavos vikingos, de los polacos y de los eslavos del Sur, súbditos ya
del Sacro César, sus próximas presas si un gran milagro del Dios de Occidente
no los detiene. Orgullosas embajadas, que apenas pueden disimular bajo el
diplomático barniz su fanfarronería y desprecio al oponente, llegan a la
Metrópolis del Oeste, conminándola con grandes males y venganzas futuras si
se dilata el tiempo para la rendición; apenas cesan de recibirse pavorosos
testimonios de la infinita crueldad de los invasores con los derrotados
pueblos limítrofes, de sus exterminios, de sus latrocinios, de su anonadante
sed de sangre, de la tierra quemada, de las ciudades devastadas que aquellos
demonios paganos, aquellos bárbaros de ojos rasgados y pequeña estatura pero
gigantesca voluntad, férreamente feroces, toscos, tercos y tozudos en su
inabarcable ambición, van dejando a su paso. El Supremo Sacerdote de Roma
bendice a las sagradas tropas romano-germánicas que se aprestan a defender la
Fe del Imperio, comandadas por su César, frente a las infernales huestes
orientales que, impías, proclaman la Divinidad del Tenno, blasfemando así
contra Dios. A medida que vaya desarrollándose su lucha colosal, que vaya
debilitándose el empuje nipón, irán contando con más y más aliados, a ellos
unidos por sus propios intereses aunque recen a Otro Dios: los turcos y
árabes del Sur, sus tradicionales enemigos hasta entonces, antes de la
soberbia, casi repentina irrupción de la venenosa, insaciable serpiente
amarilla. Pues, aunque al principio no demuestren el más mínimo asomo de
flaqueza, apoderándose en breve tiempo de las llanuras polacas y rumanas,
realizando sus primeras incursiones, más retardadas, en la península
escandinava, corren rumores, que pronto empezarán a verificar los hechos, de
que el Imperio del Sol Naciente ha llegado al límite de sus posibilidades
tras el fenomenal, sobrehumano esfuerzo realizado que les ha permitido
adueñarse, desde el Gran Océano de Oriente hasta las puertas de la Europa
Central, de la mayor parte del mundo conocido por el hombre. Sagaces espías
infiltrados en la mismísima Corte del Tenno comunican mediante códices
secretos – antes de ser localizados, torturados y ejecutados – que las arcas
imperiales están vacías, que el pueblo es sangrado por implacables impuestos
para sufragar las campañas occidentales, llevado al hambre por la voracidad
de la casta militar, empujados al borde mismo de la rebelión los plebeyos que
hasta hace poco jaleaban la locura de sus gobernantes; los defensores frente
a la vanguardia irán constatando, poco a poco, que empieza a menguar, y a
refluir, el hasta entonces arrollador ímpetu combativo de los temibles, feroces,
ceñudos, siempre valerosos guerreros del Japón. Entrenados desde la más
tierna adolescencia en las marciales artes, fanatizados de espíritu
combativo, acostumbrados a la invencibilidad, las primeras derrotas, todavía
escasas, parecen dejarlos momentáneamente aturdidos, como incapaces de
conceder crédito a la vulnerabilidad de sus fuerzas; un ligero desánimo, a la
postre creciente y letal, empezará a cundir entre sus todavía compactas
filas. Aún confían en su Supremo Shogún, el más valiente y aguerrido general
del Tenno, Señor de sus vidas y de sus muertes, ¡BANZAI, BANZAI, BANZAI!,
gritan aún, con feroz voracidad de conquistadores. Muchos piensan en la
Gloria, sin más, henchidos de trascendente Ideal, otros en el oro, las
condecoraciones, los honores, las tierras que el Emperador les concederá –
donde gobernarán como señores feudales, a su vez, sometidos, eso sí, al Gran
Señor – por ser invictos héroes, a su regreso a las Islas donde vieron la
luz; se extasían, entre batalla y batalla, con la presentida imagen de sus
enamoradas, sus esposas, sus hijos, sus padres y hermanos, de los amigos que
allá dejaron y que sueñan también con combatir, todos ellos confiados en su
bélico vigor, sonriendo con el orgullo de tenerlos de vuelta entre ellos,
enteros, ilesos – o como mucho, con honrosas cicatrices que, orgullosos,
exhibirán – y siempre vencedores, ricos, poderosos, casi inmortales. ¿Qué más puede pedir un mortal a la
Vida? Mientras tanto, siguen
corriendo, aullantes de ciega furia, por el campo sembrado de muerte, regado
con el rojo líquido de la vida que escapa, abatiendo a sus inexpertos
enemigos, fuertes y valientes pero deficientes de táctica guerrera, bárbaros
primitivos y torpes ante su consumada maestría en el arte de matar. Abatida
su presa, el guerrero nipón la descuartiza como a una res y empieza a decirse
que, cada vez más escasos de víveres por el bloqueo de las comunicaciones
merced a la sublevación en la retaguardia, se la come. La propaganda del
Sacro Imperio los dibuja ya con los rasgos más crueles, infames y
nauseabundos: una bestia infernal, sedienta de sangre y caníbal, a la que hay
que exterminar cuanto antes. Los súbditos del Tenno, su Estado
Imperial, estos guerreros del Sol Naciente, por otra parte, muy erróneamente,
nunca se molestarán lo más mínimo por hacerse simpáticos entre sus
conquistados siervos: la codicia, el estupro y el crimen los definió siempre,
también su inmoderada arrogancia con el derrotado. Son temidos, odiados,
aborrecidos, y sus víctimas supervivientes aguardan ahora, expectantes, sus
horas más bajas para hacer caer sobre ellos su más terrible venganza, la
venganza de encolerizados pastores de ovejas contra las alimañas que
diezmaron sus rebaños. La peste amarilla empieza a remitir, aquel castigo
demoníaco empieza a aliviar su tenaza ante el cúmulo cada vez mayor de
circunstancias adversas para los nipones: sus denodados esfuerzos por apoderarse
de las gélidas tierras del Norte no han dado apenas frutos, las fortalezas
escandinavas resisten tenaces sus insistentes acometidas, su empuje
incansable, y así los negros escarabajos comienzan a darse de bruces contra
las piedras de ciudadelas casi inaccesibles, situadas en lo alto de elevadas
montañas circundadas de espesísimos bosques plagados de escurridizos,
insidiantes enemigos. La conquista de las tierras vikingas se demostrará
imposible para los duros soldados del Tenno, la mortalidad va disparándose
entre su ejército: en Escandinavia, en los confines más septentrionales del
Sacro Imperio Romano Germánico, inhóspita e indómita tierra, hasta ahora
despreciada, de la que apenas se tenían noticias, encontrará la horma de su
zapato el cruel nipón. Fatigados por días de inútil esfuerzo, van siendo cada
vez más fácil presa para los guerreros de cornudos cascos y blondas
cabelleras. El error ha sido fatal: cuando el Supremo Shogún advierte la
metedura de pata táctica y quiere
retroceder, ya es demasiado tarde: la tierra de Thor se tornará un
blanco cementerio para muchos de sus soldados. Los vikingos compiten con
ellos en ferocidad y valor – también en tenacidad – y combaten además en su
propio territorio, en su “motherland” y allá, en el altar de sus antiguos
dioses, se han propuesto inmolar a los invasores. El grueso de la vanguardia
imperial nipona se halla atrapado entre los bosques y los fiordos
escandinavos. Aunque aún desde las Kuriles-Kamchatka llegan refuerzos – si
bien en un flujo cada vez más escaso e intermitente – la moral de las tropas
del Supremo Shogún ha retrocedido desde su estado de casi perpetua euforia hasta
extremos de un semiparalizante anonadamiento, prólogo de la última fase
previa a la derrota final: aquella en que estos súbditos del Emperador se
conviertan en desesperados kamikazes, dispuestos antes a la autoinmolación
que al deshonor de presenciar su humillación – “vae victis!” – a manos de sus
enemigos. Al cuartel de campaña del Supremo Shogún van llegando negras
nuevas, sombras de sucesivas derrotas en la retaguardia, de sublevaciones en
las provincias, de horrorosas matanzas en los asaltados cuarteles, de
soldados desmoralizados y debilitados por la escasez de víveres y el retraso
en sus pagas, de rebeliones mercenarias, de la deserción de estos interesados
aliados y su paso a las tropas enemigas: son contínuas las insurrecciones en
los territorios ocupados, los ejércitos de la retaguardia apenas pueden ya
contribuir a la Expansión interrumpida, limitados a su función de policía
represora, ejecutantes de la ley marcial, verdugos que sólo saben ya añadir
sangre inútil a la sangre liberadora, cada vez más odiados por la insurrecta
población que, al apreciar su debilitamiento, comienzan poco a poco a segar
la tierra bajo sus pies, a cavar las fosas comunes en las que como a
cadáveres de perros rabiosos los arrojarán – muerto el perro, se acabó la
rabia, esa será su máxima principal – “no los expulsaremos”, se le ha oído al
Emperador de Occidente decir, “los aniquilaremos a todos, y sus cuerpos
abonarán nuestras tierras, que quisieron sojuzgar, con su corrupción; su
carne será nuestro estiércol, y de su carne podrida la Vida, que quisieron
extinguir entre nosotros, en nuestros campos nuevamente brotará.” Sentado frente a su mapa de
campaña, siente el Supremo Shogún un desazonante cosquilleo en el pecho, un
revolotear de negras mariposas en la base de su estómago, e intenta
explicarse dónde ha estado el error que le ha conducido a empantanarse en la
fangosa tierra de aquellos guerreros salvajes, altos, rubios, de ojos azules
de crueldad … ¿Crueldad? ¿puede hablar, él, de crueldad? … pero al llamarlos
– en su interior – crueles, está exhibiendo impúdicamente, ante sí mismo, su
propia, creciente debilidad … Siente su fracaso táctico – no estaba esto, en
principio, dentro de ninguna estrategia, pues era su objetivo principal
apoderarse de la Gran Metrópolis de Occidente, no empantanarse en estas
malditas tierras, en las que presiente, cada vez con más intensidad, que ha
venido su propia tumba – de hielo – a cavar. Un fracaso táctico que ha
llevado a la muerte a tantos de sus valientes soldados, acorralados entre las
umbrías, impenetrables selvas y los fiordos invadidos por el terrible Mar del
Norte. Sabe que los vikingos han sacrificado jóvenes guerreros nipones en los
altares de sus ancestrales dioses, que en las aras de la inmolación han
abierto sus pechos, han arrancado sus corazones, han abierto sus vientres
dejando al descubierto sus vísceras palpitantes, han dejado fluir las cascadas
de su sangre hasta saciar la sed de Odín. Y él, que ha hecho correr tanta
sangre, se estremece ahora en lo más hondo de su ser, conmovido por la
vengativa crueldad - ¡crueldad,
otra vez! – de los salvajes que, todavía, ilusoriamente, se propone exterminar.
No quiere confesarse la turbación que le producen aquellos guerreros nunca
hasta entonces vistos ni presentidos: su elevada estatura, tan superior a la
de los nipones, la inquietante belleza de sus rostros blancos, la longitud y
el dorado de sus cabellos, trenzados o sueltos bajo cornudos cascos, como
ciervos de imponente apariencia, las increíbles dimensiones de sus escudos, sus
lanzas, sus espadas, sus hachas mutiladoras, que con tanta facilidad parecen
cercenar, como las débiles ramas de un árbol anémico, como poderosas tijeras
los tiernos brotes de un bonsái, los duros miembros de sus vigorosos
soldados. Nunca como hasta entonces ha visto tanto mutilado entre sus filas,
nunca tantos de sus jóvenes guerreros han dejado, antes que su vida, una
mano, un brazo, una pierna, tajados en el campo de batalla. Nunca antes les
habían parecido tan brutales, tan altos, tan robustos, tan físicamente
superiores sus enemigos: un pueblo sin duda difícil de avasallar, pese a la
superioridad numérica y logística del invasor, con más sofisticadas técnicas
de “civilizada” destrucción. Entre los heridos de las refriegas, resultaban
especialmente patéticas, conmovedoras para su General, las imágenes de
aquellos jóvenes ya excombatientes, reducidos en su humanidad física por la
afilada hoja de una espada descomunal, o de un hacha de leñador vikingo, que
se arrastraban semidesnudos, abolladas, destrozadas sus armaduras a golpe de
maza, seccionados sus corchetes por fina cuchilla, desgarradas y
ensangrentadas su carne y sus camisas por tajos expertos, crispados sus
rostros por el extremo dolor, un grito de horror sofocado en el pecho,
llevando tras ellos, apenas ligada al hueso por un sanguinolento tendón,
alguna de sus extremidades, tornada inútil despojo. Tras horas de lucha
infatigable, tozuda y tenaz, de irreductible bravura a pesar de llevar en sí
misma el germen de su destrucción, de afrontar y atacar con sus pequeños
cuerpos robustos la superior fortaleza de los vikingos, aquellos valientes
recibían, nunca a traición, siempre por delante, previamente debilitados por
los brutales golpes de la maza, el tajo fatal, poderoso, desconcertante, que
antes de agarrotar todo su cuerpo de dolor congelaba, como un frío rayo de
Thor, sus miembros desprevenidos. Habituados a soportar las mayores
inclemencias de la guerra, apenas un largo gemido ronco, ahogado por la
testosterona y la sorpresa inicial, dejaban escapar sus pechos, antes de que
sus ojos se volvieran, incrédulos y muy abiertos, hacia aquella mano o aquel
brazo que había dejado, o en esos momentos estaba dejando, de pertenecerles,
humillados al tiempo por el atronador grito de victoria de su enemigo, por su
fiera mirada de odio desintegrador, sabiéndose ya eliminados del combate,
inutilizados para la guerra y para la misma vida, sintiendo cómo todo su
cuerpo, apenas un segundo antes rebullente de vida y vigor, iba adquiriendo
la postura y contextura de un cadáver, casi muertos ya. ¿Qué les estaba pasando?,
preguntábase atónito el Supremo Shogún, testigo sobre el terreno de la gran
mortandad que los nórdicos europeos iban produciendo entre los suyos, casi
arrollados por aquellos gigantes de blondas crenchas a los que en un
principio habían sabido afrontar y hasta doblegar con su ancestral técnica
marcial, y que ahora, más crecidos que nunca, parecían desbaratarlos como a
una ridícula troupe de enanos
disfrazados de fieros guerreros, pues esa impresión ofrecían pese a su
colérica bravura muchos de sus soldados, asestando ciegos mandoblazos desde
su inferior nivel físico contra aquella especie de osos y leones rubios alzados
sobre sus patas traseras, en posición siempre de ataque sus bien dispuestas
garras que, en el instante más imprevisto, sorprendían a los infortunados
escarabajos, cuyos negros caparazones crujían como un juguete de madera
lacada entre sus desgarrantes uñas. ¿Cómo explicar tan espectacular cambio de
suerte?: el cansancio y la fatiga producidos por la guerra interminable, por
la perpetua Expansión de nunca acabar - ¿hacia dónde, hasta qué confines,
pretendían estos locos llegar? – o la peor alimentación, consecuencia de la
escasez de provisiones, el penetrante frío de las inhóspitas regiones que
hollaban, más insidiante incluso que el de su tierra natal, la bravura y la
vigorosa complexión de la mayoría de aquellos vikingos, feroces defensores de
sus propios lares contra un invasor en cuya figura encarnaban un mal absoluto
que debían extirpar si no querían ser devorados por él, y todo su odio
descargado se infiltraba entonces por las rendijas de las negras armaduras
que parecían hacer invulnerables a los demonios amarillos, y la férrea,
colosal maza vikinga golpeaba implacable, una y otra vez, hasta abollarla y
romperla, la que semejara impermeable costra del crustáceo venenoso que
escupía en vano su ponzoña, desencajado por tan contundente ataque, y no
podía más que retroceder, impotente, como un niño ante el castigo de un
adulto, perdiendo progresivamente, en su recular colina abajo, lanza, espada,
escudo, casco … perdiendo también gran
parte de su valor, antes de tropezar en una piedra, y rodar como un canto por
alguna ladera hasta que otra roca detenga, violentamente, su caída,
recibiéndolo casi sin sentido sobre su aristada superficie, donde permanece
un instante, semipendulante, aturdido, con toda la tierra girando en torno a
sus ojos desorbitados, sin advertir apenas a la rubia fiera que se abalanza
sobre él, que le arranca los restos de su armadura, despojando a su pieza
antes de cobrarla, que con su hacha, exterminador carnicero, le separa un
brazo o una pierna, el frío tajo a la altura de la rodilla o del codo, así
desmembrándolo, como un infante cruel y caprichoso a un muñeco articulado;
parapetados entonces por una barrera de compañeros que acuden en su auxilio,
atacando y distrayendo al que le había propinado golpe tan demoledor y se
disponía a convertirse ya en su verdugo, arrancando de su maltrecho espíritu
un penúltimo hálito vital lograban escapar hacia la retaguardia, medio
confundidos en la cerrada refriega, protegidos por los suyos que iban
haciéndole pasillo hacia una muerte más digna; los mancos eran más afortunados,
pues podían correr hacia el seppuku por su propio pie: preferían la muerte a
la invalidez, por leve que fuera, les horrorizaba convertirse en una carga
para su ejército, para su Capitán, para su Emperador, para sus familias,
volver así al hogar tan vergonzosamente desfigurados; era preferible la
eutanasia al deshonor de un soldado desmembrado, dependiente de la asistencia
social de por vida, nunca más ya dueños de sí mismos. Pero aquel que, abatido
por su enemigo recibía, ya en el suelo, el hachazo en alguna de sus
extremidades inferiores, palancas esenciales del desplazamiento autónomo,
hubiera preferido sucumbir en el sitio antes que, auxiliado por los suyos, a
punto de desfallecer, ser arrastrado por el fango habiendo dejado atrás,
desgajada, su preciosa pierna. Muchos de estos desdichados, de haber tenido
tiempo y su espada a mano, se hubieran atravesado allí mismo antes de ser
ultimados por el vencedor. Pero no podía el Supremo Shogún dejar de
presenciar su agonía cuando, medio desangrados ya, a la vista el casi obsceno
espectáculo de sus horrorosos muñones, a duras penas incorporados por sus
piadosos camaradas, en sus inexpresivos rostros ya la palidez de la muerte
acelerada, desprendidos los restos de su armadura, alzada sobre el blanco
pecho estremecido su camisa sucia de lodo y sangre, abatida la temblorosa
cabeza, conseguían tomar en sus manos desfallecientes la espada, volver
cuidadosamente el afilado extremo contra el ombligo y, tras levantar
fatigosamente su cara con una mirada de amorosa fidelidad dedicada a su
General, cerciorado del agradecido asentimiento de Éste a su sacrificio,
henchir los músculos de sus brazos con sus últimas fuerzas y, soltando un
grito desgarrador – un último ¡BANZAI! – ensartársela entera en el desnudo
abdomen. Se emocionaba siempre el Supremo
Shogún, en silencio, con aquellas autoinmolaciones de sus soldados
malheridos, y todos le parecían hermosos en aquel sublime momento, sentía
cómo sus vidas de prematuro final habían estado íntegramente dedicadas, en
cuerpo y alma a Él y, por su intermedio, al Emperador, Sagrado Símbolo de su
Nación, de su Imperio en – ahora interrumpida – Expansión. Sentíase entonces
el Supremo Shogún, a pesar de las sucesivas derrotas, grande, poderoso, dueño
de esas preciosas vidas humanas, y se aproximaba, inflamado de inefable Amor,
al cuerpo del hombre que acababa de expirar y lo contemplaba allí por un
instante, tras cerrarle suavemente los ojos, transformando su ríctus de
agonía en un sueño de serena paz, rodeado aún por el silencioso velatorio de
los que fueran sus camaradas, contemplaba un rostro blanco y dulce, aniñado,
coronado de pelo negro, brillante y tieso, un poco largo y alborotado,
impregnado como el rostro de un helado sudor, una frente ancha, sombreada por
un enhiesto flequillo adolescente, sus pestañas grandes sobre unos párpados
que cubrían los que fueran unos grandes ojos negros, su nariz achatada, sus
labios carnosos, entreabiertos, casi interrogantes, por los que fluía un hilo
de sangre que resbalaba por las comisuras hacia la barbilla; acariciaba
lentamente, con los ojos, su cuello esbelto y delicado a un tiempo, de
muchacho, sobre unos hombros amplios, musculosos, bien torneados por la
naturaleza y el ejercicio marcial, la imberbe suavidad de su blanco pecho
descubierto, brillante y perlado por el frío sudor, sus negras tetillas
satinadas, la armonía de curvas de su piel por encima de la espeluznante
cuchillada, la bella compostura de su cuerpo por encima del tajo que había
abierto el abdomen, aún palpitante, casi en canal, una oscura ciénaga de
sangre y vísceras, impúdicamente descubiertas en toda su hedionda obscenidad,
ofensivas si no constituyeran, en toda su fisicidad, el núcleo mismo de su
sacrificio. Tantos eran los que le ofrendaban
su seppuku, un día sí y otro no, y al otro también, que el Supremo Shogún
empezó a temer que pronto Él mismo tuviera que así autoinmolarse a la mayor
gloria de su Emperador; tantos los hombres que por la mañana viera fuertes y
dispuestos a matar y al atardecer, bañados sus expuestos cuerpos yacentes por
el rojo violento del crepúsculo, unos junto a otros, dormir el sueño inmenso
de la eternidad, libres ya de toda terrenal turbación, con sus vientres
orgullosamente abiertos por su propia mano, tendidos e inertes sobre la
verdura del suelo que quisieron conquistar; y se complacía secretamente el
Supremo Shogún en recorrer la hilera de lechos de los cadáveres, deslizando
parsimoniosamente sus admirados ojos por las cabezas medio reclinadas,
diferenciando e individualizando los rostros yertos de los que, en vida,
apenas apreció en su singularidad, facciones de hombres únicos e irrepetibles
pese a sus comunes características tribales y a que muchos de ellos hubieran
podido preservar, engendrando a sus hijos en vientre de mujer, la perpetuidad
de su linaje varonil; lamentando su Comandante la fortuna de aquellos
valientes que hubieran merecido un destino mejor, adivinando aún, como
rescoldos, restos de valor y determinación en sus caras de muertos: cabezas
de adolescentes, apenas púberes, más o menos hermosos – aunque para el
Supremo Shogún todos ellos en alma lo son – de crecidas cabelleras y bozos
brotantes, de jóvenes de edad indefinida, ya núbiles, fundadores de recientes
familias, con los cráneos rasurados, alguna trenza o coleta pendiente sobre
la nuca, y veteranos de rasgos casi todavía fieros, completamente calvos,
marcadas cejas y crecidos bigotes, o puntiaguda perilla en el mentón, hombros
y pechos vigorosos de desarrollada musculación, bien forjados y experimentados
guerreros, capitanes y oficiales de arrogante gallardía que no habían podido
tampoco esquivar su destino, que habían sucumbido también, como bisoños
reclutas, bajo la poderosa hacha vikinga; todos ellos abatidos como troncos
desbastados por un gigantesco leñador, despojados de sus ramas, el más entero
sin una mano, otros sin la parte inferior de alguno de sus brazos,
despiernados aquellos en los que se cebó la peor suerte, todos ellos
despanzurrados desde el pubis al esternón, bañados en su propia sangre, inmisericordemente desventrados, por su
propia mano o por la de un camarada que piadosamente en esto los auxilió, cagados
y hediondos algunos porque en la evisceración no pudieron sus esfínteres
controlar, en macabra exposición postrera antes de ser envueltos en sábanas y,
colocados o apiñados en un común catafalco funerario, tétrica colmena
destilante de sangre, celebradas sus exequias, contempla el Supremo Shogún
cómo son incinerados junto a los cadáveres de los que tuvieron su fin por
mano ajena y enemiga, así más desdichados que ellos, cómo son quemados para
evitar la propagación de epidemias en los campamentos. Y el melancólico rumor
de la oración sintoísta de los supervivientes se eleva a un cielo donde los
orantes aprecian, supersticiosos, con un trémolo en sus orantes voces por la
aparición, las espirales nebulosas de la Aurora Boreal. Y el Supremo Shogún,
nuevamente, se siente estremecer. |