La muerte de Goliat

II

 

 

-            ¡Goliat!  ¡Goliat!  ¡Goliat!  ¡Goliat!

 

 El regreso del guerrero colosal hacia el campamento de los victoriosos filisteos es saludado nuevamente por su mismo nombre que sale de las miles de gargantas de los soldados que ha conducido hacia una victoria de la que sólo él – el Gran Goliat – se puede verdaderamente vanagloriar. Mientras el brazo de un guerrero de normal constitución de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, Gat … es capaz de eliminar de un solo golpe a un soldado judeo-israelita, el del Gran Goliat aniquila de un solo golpe a cuatro, si no a más; y no sólo utilizando la lanza, o la espada, o la maza colosal: a veces la presión de sus descomunales dedos en los cuellos de sus enemigos es suficiente para estrangular a cuatro hombres a la vez, y así dos expiran su aliento vital en cada una de sus manos … Son muchos los que han presenciado en el campo de batalla – entusiasmados los suyos, espantados los enemigos – cómo este portentoso paladín, a pecho descubierto, sin otras armas que sus miembros magníficos, se abalanzaba contra un carro enemigo y – agarrando las correas ceñidas a los cuellos de los caballos, paralizándolos, como en shock, al instante – acometía a sus ocupantes a patadas de sus piernas formidables, arrojando a algunos del carro, alzando a otros, atenazados por el cuello, pataleando en el aire y buscando, desesperadamente, aire para inspirar, dando entre los descomunales dedos de sus magníficas manos las últimas boqueadas de su aliento vital. El Gran Goliat, entonces,  arrojaba esos cuerpos ya cadáveres fuera del carro, se enseñoreaba del espacio, agarraba con destreza las riendas de los caballos que – al sentir la sobrehumana fuerza de sus descomunales brazos en las correas de cuero que ceñían sus cuellos – en todo momento, como paralizados por el espanto, permanecían parados,  obedeciendo la suprema voluntad del bípedo jayán que acababa de apoderarse, como único dueño y señor, del carro al enemigo expoliado. 

-            ¡Goliat!  ¡Goliat!  ¡Goliat!  ¡Goliat!

 SÍ: el Gran Goliat elimina o invalida a sus enemigos de cuatro en cuatro, de un solo golpe, a veces de cinco en cinco: ¡su cuerpo colosal es como una apisonadora que aplasta a los apabullados, anonadados, aterrorizados judeo-israelitas!  Es por ello que, temiendo perderlo todo por no estar dispuesto a perder algo, Saúl, rey de Israel y de Judá, después de consultar a sus generales y a los  sacerdotes del Talmud y la Torá – por cuya boca habla Yahvé, Rey del Universo, a su Pueblo Preferido – ha decidido pedirle una tregua, parlamentar, y es por ello que desde Jerusalén, la Santa Ciudad (qué ironía) de la Paz envía al campamento de los filisteos a este su emisario especial, con manuscrito mensaje destinado a este hombre sobrenatural -  ¿es, realmente, un hombre, o un monstruo enviado desde el Averno por Satán? – que es el Terror de Israel y de Judá, Goliat el Grande, el Gran Goliat.

¡Goliat!  ¡Goliat!  ¡Goliat!  ¡Goliat!

-            ¡CALLAD!  ¡BASTA YA!  ¡YA SÉ QUE ME LLAMO GOLIAT!

 El rugido del gigante es suficiente para paralizar, al instante, todas las gargantas que lo aclaman, vociferando su nombre, hasta la extenuación. Goliat, exhibiendo el portentoso pecho desnudo, cubierto de vello negro y rizado que perla el sudor que destilan los poros de su piel, despliega los hombros hiperbólicos que igualmente coloniza su pródiga pilosidad, aposenta sus manos a la altura de sus amplios costados, desplegando y abombando un poco más el todopoderoso torso, ajustándose un poco el amplio cinturón de cuero negro con incrustaciones de bronce del que cuelgan la funda de su daga y la vaina de su espada, recolocándose un poco el faldellón del mismo color y material igualmente aderezado – o reforzado – con incrustaciones del broncíneo metal: a su manera, este hombre de figura tan bestial – cavernícola colosal – se preocupa a veces por mostrar ante todos la imagen de él que más pueda, más allá del campo de batalla, agradar … hay algo de masculino manierismo en la manera en que el coloso se recoloca las prendas con las que cubre su cuerpo colosal; si la llegada del heraldo del rey de Israel y de Judá no hubiera sido tan repentina, tan inesperada, tal vez se hubiera puesto, para él y los espectadores, sus galas de general. No deja de ser, este emisario que ha llegado al campamento – piensa el coloso – el enviado de un rey, un embajador que trae, en misión diplomática, seguramente, un mensaje de paz. Goliat, en cierto modo, es como un rey también para los suyos – que lo adoran más que a sus respectivos reyezuelos de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, Gat … pero, ¿se siente en verdad, un rey, Goliat? … Su origen humilde, sin que él sea consciente, lo acompleja un poco ante estos hombres poderosos que viven en palacios y lucen galas de corte real, incluso ante los heraldos o embajadores que – luciendo vistosas vestimentas, como señal de su cortesano rango – le tienen a bien enviar, para pedirle una tregua, para parlamentar …

-            ¡Oh, yo, Jerahmeel, te saludo, Gran Goliat, en nombre de mi señor, Saúl, rey de Israel y de Judá!

 Goliat, desde su prominencia, observa a este hombre de agradable apariencia, ricamente engalanado, sin duda alguna un enviado real, y por un momento se siente desnudo, y desearía colocarse, pese al calor, su coraza de bronce, artísticamente labrada, o un rico manto con el que, a su vez, lo pueda impresionar. ¿No confía, entonces, suficientemente Goliat en su sola y colosal presencia, para impresionar al emisario de un rey que, apabullado, abrumado por sus estragos, le pide, aterrorizado tal vez, una tregua, para parlamentar? …

-            ¿Qué quiere de mí tu señor, Saúl, rey de Israel y de Judá?

-            ¡Oh, Gran Goliat!   Los hijos de Abraham, de Isaac, de Jacob, de Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín, sabemos muy bien que eres un guerrero formidable, que has causado, con la descomunal fuerza de tus miembros, estragos innumerables entre los nuestros, regando con su sangre la tierra donde fluye la leche y la miel, la que nos entregó Yahvé, Rey del Universo, por su Sola Voluntad e Inmenso Poder. Es por eso que Saúl, nuestro soberano señor en esta tierra, en nombre de Yahvé, Nuestro Señor del Cielo, te solicita una tregua en términos de paz que en este manuscrito suyo que te traigo ha tenido a bien expresar … 

 Goliat arruga, desconfiado de la prolongada perorata – en la que este emisario ha ensartado nombres para él desconocidos – la poderosa frente y desde el promontorio en el que lo coloca su cuerpo colosal observa durante unos momentos, en silencio, a este hombre que porta un mensaje real. Sus grandes ojos negros – que siempre brillan con una intensidad especial – se deslizan por los dorados de sus ricos ropajes y, por un instante, despierta en lo más profundo de su cerebro el instinto del forajido que fue, bandolero salteador de caminos, ogro selvático del que se murmuraba, con susurrado pavor, a la luz de la lumbre campesina o de la chimenea en salón señorial, con cuya invocación las madres atemorizaban a sus indisciplinados retoños, diciéndoles: “Si no me obedeces, ¡vendrá Goliat, y en un saco te llevará!”  Sí: fue esa, la del proscrito, la del monstruo, la primera gloria de Goliat, antes de esta que, como guerrero al servicio de la Confederación de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, Gat … en muy poco tiempo un muchacho israelita – apenas entrado en la pubertad – le va a arrebatar …

 El coloso observa un poco más a este heraldo del rey de Israel y de Judá, a este hombre que ha atravesado las filas filisteas con la acostumbrada aquiescencia con que en estos casos los enfrentados ejércitos anticipadamente acuerdan – desde tiempo inmemorial – franquear el paso, una vez comprobadas todas las garantías de seguridad, a emisarios del enemigo enviados con algún mensaje de un mandatario de alto rango, normalmente con el fin de solicitar una tregua, para parlamentar … el llamado Jerahmeel, acompañado por una pequeña escolta de funcionarios reales, se ha inclinado ante Goliat, lo ha saludado con gran respeto, llamándole “Gran Goliat” reconociendo su supremacía militar, alabando sus dotes de gran guerrero, a cuenta de los innumerables estragos causados por esas dotes entre las filas de los suyos, y extendiéndole un pergamino lacrado con el sello del rey de Israel y de Judá – una pequeña representación del Arca de la Alianza de Jehová – le ha manifestado anticipadamente el contenido del mensaje que sus brazos extienden, enrollado, esperando que las manos del coloso de sus manos lo vaya a tomar …

 Goliat observa el pergamino y duda un momento, sin saber muy bien si le corresponde a él tomarlo de las manos de este emisario real; se diría, incluso, que el enrollado envoltorio del mensaje que le entregan le produce una visible incomodidad: Goliat nunca fue a la escuela, jamás aprendió las habilidades de la lectura y la escritura, de las sumas y las restas, de la expresión escrita de sus pensamientos, de la comprensión lectora para descifrar los incomprensibles signos con los que otros – sólo unos pocos, una especie de humanos para él especial -  transmiten de esa forma desde mensajes simples a elaboradas reflexiones, razonamientos, desplegando sobre un pedazo de piel de res limpia, seca, adobada y estirada, o sobre la  hoja flexible de un junco de papiro, signos alfabéticos o numéricos. Y de esa inducida incapacidad, de esa limitación – extendidísima, por otra parte, entre la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de la Tierra – el Gran Goliat, íntimamente, se avergüenza, y se lamenta …

-            Yooo … creo que es mejor queee …

   En ese momento, advirtiendo la indecisión del coloso, Karolos, un edecán del ejército de la Confederación de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, Gat … se adelanta a la mano grande pero vacilante del Gran Goliat y toma de las de Jerahmeel el pergamino que porta el mensaje de Saúl, rey de Israel y de Judá.

-            Me corresponde a mí, como es costumbre en nuestro campamento, leerle a nuestro comandante, el Gran Goliat de Gat, el mensaje que tu rey le quiere entregar. Es también uso entre nosotros agasajar a emisarios de nuestros enemigos con un pequeño banquete en la tienda de nuestro comandante. Entrad, pues, en la tienda de campaña del Gran Goliat, pues en ella leeremos el mensaje de vuestro rey, y posteriormente daremos cumplida respuesta a los términos por él propuestos en su misiva real.

 Goliat, es evidente, se siente aliviado por la intervención de su edecán, y molesto al mismo tiempo por no tener absoluta autonomía en estos instantes en que, interrumpidas momentáneamente las hostilidades, la diplomacia entra en juego y, en reposo el brazo del guerrero, la parte política se dispone a negociar. Cuando llega ese momento, el cerebro de Goliat parece embotarse: no entiende de delimitaciones geográficas dibujadas sobre un mapa, de fronteras artificiales sobre territorios naturales, le aturde ese toma y daca de paz por territorios, de intercambios de prisioneros (cuando se hacen prisioneros) o de mutuas cesiones, de pactados periodos de prolongada paz … sobre todo, eso último – esa puñetera paz – es lo que menos entiende: Goliat es un guerrero, ha nacido – ahora lo sabe muy bien – para guerrear, para matar, para exterminar, no está hecho para la paz – la paz le da miedo, le produce ansiedad, no sabe si podría vivir, verdaderamente, alguna vez, en paz, en la paz …

 Goliat ha entrado, el primero, en su tienda de campaña, que es muy grande, adecuada a sus proporciones, que sobresale, como la de un gigante, sobre las demás. Sentado en un gran sillón de madera de cedro del Líbano, tachonado de bronce, al coloso le gustaría extender sus poderosas piernas peludas en toda su larguísima longitud, como cuando tendido sobre su larguísimo lecho reposa en su sueño nocturno, o duerme la siesta tras berrear su orgasmo después de envergar a alguna esclava – o esclavo – saciando, al menos en esos momentos, su insaciable lujuria, su voracidad sexual. Contenido, no obstante, por la mesa de la negociación, Goliat abre sus poderosas piernas, con las recias rodillas dobladas, en un ángulo amplio, desplegando el faldellón de cuero negro con incrustaciones de bronce sobre los vigorosos muslos, reposando sus brazos enormes sobre los del sillón. Antes de sentarse, Menandros y Anacletos, sus escuderos, subidos en sendas escaleras plegables de madera situadas, cada una de ellas, a cada flanco del coloso, le han ido colocando la coraza de escamas de bronce, ajustándole las correas de cuero negro que la ciñen al torso de musculatura colosal. Goliat rechaza, para su mayor comodidad, el yelmo y las grebas de bronce, y sólo permite que sus dos escuderos le recojan la melena de acaracolados cabellos negros en un moño sujeto con alfileres, envuelto en un turbante de seda escarlata que, ajustado a la amplia frente, le da todo el aspecto, inquietante, de un auténtico pirata, de un forajido del mar.

 El Gran Goliat, arrugada la frente bajo el turbante en un gesto de desconfianza, observa a Karolos, el edecán de la Confederación de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, Gat … desenrollar el pergamino que le ha entregado el llamado Jerahmeel, heraldo de Saúl, rey de Israel y de Judá, y escucha cómo comienza a leer, bien pronunciado y pausado, el mensaje dirigido expresamente a él … y escuchando expresiones que no puede entender, aturdidos sus oídos por toda esa diplomática prosopopeya, esa jerga fastidiosa que estos señores de los palacios cuando se trata de negociar con un enemigo poderoso, al que respetan y temen, suelen utilizar, Goliat observa el despliegue, sobre la mesa de madera, de otro pergamino que Jerahmeel ha extraído de su funda de cuero: un mapa de la amplia franja de costa al oriente del mar, lo que los judeo-israelitas llaman la tierra de Canaán, la que según ellos su dios – sólo tienen uno, el tal Yahvé, así de raros son – les prometió como hogar terreno en el que asentarse y perdurar, eso sí, con la misión, primero, de a los cananeos exterminar. Pero también otros pueblos – los que ellos llaman filisteos, llegados del mar – se asentaron en nombre de sus dioses en estos lugares y desde hace tiempo, ya inmemorial, unos y otros se disputan en interminables guerras el control de las tierras por donde fluye - ¡mucho más! – la sangre, que la leche y la miel.

 Goliat se impacienta, este guerrero colosal no está hecho para estas minucias, estas interminables, enfadosas sutilezas diplomáticas, y la mole de músculos magníficos se remueve con incomodidad creciente en el amplio sillón - semejante a un trono – en el que se aposenta. Observa los dedos del edecán y del emisario deslizarse – con anillos de oro y piedras preciosas que despiertan su instinto forajido – sobre  las demarcaciones, en una especie de danza dactilar:

-            Mi señor os concede estas fértiles tierras si aceptáis la tregua …

-            Esas tierras ya están en nuestro poder, decidle a vuestro señor que …

-            Mi señor os concede también estos islotes en el río Jordán, siempre que respetéis Jerusalén …

-            Somos muchos y muy grandes – ya sabéis - para conformarnos con unos islotes, necesitamos mucho más espacio vital, decidle a vuestro señor que …

 Goliat pierde la paciencia: su mole de músculos se inclina sobre el mapa, extendiendo su sombra como una gran nube negra que augurara tormenta, adelanta un brazo hacia el pergamino y sus dedos enormes, peludos, se deslizan entre los dedos del emisario y el edecán, apartándolos con su solo impulso, y se contraen en un puño que agarra el planisferio, arrugándolo, deformando demarcaciones, volviendo ilegibles los topónimos, inutilizando la representación cartográfica … el emisario y el edecán, estupefactos, quedan paralizados, no se atreven a reaccionar ante el coloso que estrangula el pliego de pergamino como si estrangulara el cuello de un enemigo, y se apartan asustados, temerosos de esbozar el más mínimo gesto que pudiera despertar una furia colosal.

 Goliat, entonces, fija sus grandes ojos negros, como carbones encendidos, en los pávidos ojos del emisario, y le dice:

-            Dile a tu rey que no hay nada que negociar, sin antes a muerte luchar. Dile que yo, el Gran Goliat, he venido a estas tierras para matar, para exterminar, para saquear, para violar. No me importa vuestra política, ni me interesan vuestros dioses, porque soy un guerrero, y sólo quiero luchar. Sé que vuestro rey es viejo, que ya no tiene fuerzas para tomar la espada, para en campo de batalla morir o matar, pero escucha esto, emisario, porque es lo que le vas a decir: escoged a uno de vosotros para luchar contra mí, buscad en vuestros batallones un guerrero fuerte y valiente que quiera luchar contra Goliat. Dadme un hombre, para luchar cuerpo a cuerpo. Si puede conmigo en el combate y me mata, los filisteos serán vuestros esclavos. Pero si yo puedo con él y lo mato, seréis nuestros esclavos y nos serviréis. Este es el desafío que Goliat lanza a los hombres de Israel y de Judá.

 Jerahmeel, estupefacto, observa entonces cómo Goliat, con un gesto de una mano, le indica que se acerque hacia él. Jerahmeel, temeroso, no puede más que obedecer. Goliat adelanta la mano y toma, entre sus enormes dedos, la mano de Jerahmeel. Acaricia, entonces, el anillo de oro con la verde esmeralda que brilla en el anular del heraldo, y le dice:

-            Me gusta este anillo, ¿me lo regalas? …

 Jerahmeel balbucea:

-            Pe … pero … es mi anillo de bodas …

  Goliat lo mira, sonriendo, y continúa:

-            Me lo quedo yo, entonces … esta noche serás mi esposa …

Jerahmeel mira, con los ojos muy abiertos, a Goliat. Le ha parecido no entender …

-            Yo … no … comprendo …

 Goliat amplía su sonrisa, burlón, y comienza a deslizar sus dedos enormes por los ricos ropajes de Jerahmeel, ascendiendo hacia su rostro, acariciando sus mejillas, que se encienden al inesperado contacto …

-            Eres un hombre joven, emisario … me gusta tu rostro … tu piel es blanca, suave, delicada … y te ruborizas como una doncella …

-            Yo … no … por … favor … se … señor …

-            Tu pelo es rojo y rizado … lo llevas largo … limpio … huele bien … ¿usas perfume, verdad? … el vello de tu barba es suave como la seda … tus ojos son verdes y hermosos … eres un hombre muy guapo … emisario …

Ante la belleza masculina, a veces, Goliat se vuelve poeta.

Jerahmeel, heraldo de Saúl, rey de Israel y de Judá, tiembla entre las manos de Goliat. Los auxiliares de Jerahmeel se miran, incrédulos, asustados, sin saber qué hacer. Karolos, el edecán – el hombre que hasta hace un momento había estado jugando a la diplomacia sobre un planisferio con este emisario real que esta noche este coloso va a violar – se aparta a un lado, prudente, con burlona sonrisa, sabiendo muy bien que, en efecto, esta noche, Jerahmeel será tomado por el culo – como esposa – por la verga colosal del Gran Goliat.

 El coloso, sin levantarse, comienza a despojar al emisario de sus ricos ropajes. El joven, tembloroso, no puede reaccionar. El cuerpo de Jerahmeel es de un pálido rosáceo, salpicado de pecas de pelirrojo, bien proporcionado, y aunque se aprecia un leve exceso de grasa en el pecho, el vientre y las caderas, su culo es de una carnosidad apetecible para Goliat, el hombre que esta noche lo va a desvirgar.

 El coloso se levanta, entonces, alzándose por encima del joven emisario desnudo, empequeñeciéndolo, y colocándole en un hombro una de sus manos enormes, apretándole un poco la carne que tiembla bajo sus dedos, Goliat le dice a su edecán:

-            ¡Salid todos ahora!  Dejadme a solas con este emisario del rey de Israel y de Judá.

 

 

 

 

 

 

 

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