La muerte
de Goliat I
“De las huestes filisteas
salió entonces un guerrero: se llamaba Goliat, era de Gat y medía unos tres
metros…”
(Samuel, 1) ¡Goliat! ¡Goliat!
¡Goliat! ¡Goliat! En sus oídos aún resuena su nombre, pronunciado con rítmica cadencia
triunfal por las miles de voces de los soldados filisteos, que lo adoran como
a un dios. ¡Goliat! ¡Goliat!
¡Goliat! ¡Goliat! En su mente puede visualizar aún a los miles de guerreros de Ascalón,
Asdod, Ecrón, Gat, Gaza … alzando exultantes sus lanzas y espadas por cuyo
acero fluye caliente la sangre israelita, la savia vital de los vencidos, que
yacen muertos a millares sobre la árida arena de su tierra conquistada. ¡Goliat! ¡Goliat!
¡Goliat! ¡Goliat! En su rostro poco a poco se va
apagando la mueca maníaca que imprime en sus rudos rasgos el éxtasis de la
sangre. A medida que Goliat se va retirando a un lugar apartado de la vista
de todos para hacer sus naturales necesidades, refrescarse en las aguas del
río, lavarse de su cuerpo de coloso el sudor que traspiran los poros de su
curtida piel y la salpicada sangre de los enemigos que ha matado, Goliat
vuelve a sentir de nuevo en su corazón la soledad, esa compañera que nunca,
ni aunque esté rodeado de miles de hombres que lo adoran como a un dios, le
ha abandonado desde que era un niño. Aunque, ¿fue un niño alguna vez, Goliat? ¡Goliat!
¡Goliat! ¡Goliat! ¡Goliat, suelta a ese niño, lo vas a matar! Escucha aún en el oído de su
memoria la voz de su madre, gritándole desesperada desde la ventana de su
humilde morada de adobe para que soltara a algún muchacho de su edad al que
tenía agarrado por el cuello, al que había levantado a pulso del suelo, al
que estaba a punto de estrangular. El niño Goliat, en realidad,
nunca fue un niño: ni de cuerpo ni de mente. Supo, desde muy pronto, que era
diferente a los demás: a los doce años tenía ya estatura de hombre y había
empezado a hirsutar: empezó a crecerle el vello en el rostro, en el torso, en
el vientre, en las piernas, en los genitales … sabía también que, como a los
hombres, le gustaba matar. Odiaba, odiaba, oh, Dios, cómo odiaba a los demás,
especialmente a los muchachos de su edad, que le tiraban piedras desde sus
escondites en las callejuelas de adobe de su pueblo polvoriento, que le
llamaban ogro, gigante, que a su vez le odiaban y le temían, que nunca
quisieron jugar con él, del mismo modo que él nunca quiso jugar con ellos, con
los que nada podía tener en común, con los que nada podía compartir. Su
crecimiento fue traumático: sufrió fiebres intensas y persistentes, pareció a
veces que estaba a punto de morir por algún extraño mal, pero padeció sobre
todo el complejo de ser diferente, de no pertenecer a la polis, de no encajar
en la comunidad de los demás. A los catorce años abandonó, para siempre, su
pueblo polvoriento, a su madre – nunca conoció a su padre, por eso también lo
martirizaban, llamándolo bastardo – y comenzó a vagabundear … Goliat se adentra en el
cañaveral, las grebas de bronce que cubren sus piernas portentosas avanzan
entre el fango del río apartando a su paso los juncos mientras sus enormes
pies se desplazan sumergidos en el agua en sus amplias sandalias de cuero
negro remachado de bronce que, alborotando el légamo, espantan a los peces,
que huyen de ellos como si lo hicieran de alguna especie de submarino
depredador. Sus negros cabellos descienden desde el yelmo de bronce sobre los
prodigiosos hombros en acaracolada cascada capilar que en alguna de sus
franjas comienza a mostrar algunas vetas grisáceas, pues Goliat el gigante de
Gat es un hombre en madura plenitud ya: en realidad, él no sabría decir su
edad, pues como a hijo ilegítimo, como a niño del arroyo, nunca se le censó
por haberlo tenido su madre de vergonzosa manera tras ser preñada por la
semilla de un padre desconocido, y de una estatura física, seguramente,
descomunal. Si hubiera sido censado, por otro lado, tampoco se hubiera
preocupado el joven Goliat de ir al registro provincial para averiguar su
edad, pues nunca tuvo esa curiosidad y de haberla tenido, ¿de qué le hubiera
servido?, pues Goliat de Gat no sabía leer ni escribir ni sabía apenas sumar
ni restar. Un muchacho pobre de portentosa estatura que nunca fue niño, un
marginado de la sociedad, un vagabundo, un malhechor, un mercenario, el héroe
sobrehumano, el Campeón de la Confederación de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gat,
Gaza … ¡el Gran Goliat de Gat! … Ya no es el muchacho rebosante de
prematura y extraordinaria testosterona que fue; es un hombre en el culmen
absoluto de su masculinidad ya: no un gigante, no un ogro, no un ser
infernal, sino un hombre, sin más, aunque un hombre de colosal constitución
corporal, un hombre además con un destino especial: desde la pobreza al
fango, desde el fango al bandidaje y después, en breve tiempo a la gloria
militar, que lo redimió, pero será la suya una gloria fugaz – apenas tres
años de victorias, conquistas, batallas contra las tribus de Israel y de Judá
a las que ha jurado exterminar como general mercenario al servicio de la
Confederación de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gat, Gaza … pues Goliat de Gat ni
siquiera es de Gat: en realidad nadie sabe dónde nació, en qué pueblo
polvoriento mascó primero su miseria y su humillación, pero al menos se puede
asegurar – eso sí figura en los registros administrativos – que fue en Gat
donde se localizó al forajido Goliat, donde se le reclutó, donde comenzó su
gloria fugaz. Casi todo el mundo sabe quién puso fin a esa gloria fugaz, casi
todo el mundo conoce el nombre del muchacho que aniquiló a Goliat, pero
permítanme decirles que las generaciones que se han ido sucediendo en el
tiempo y en el espacio han recibido – sobre su deceso – una historia falaz: fue algo más que una piedra
lo que mató a Goliat. Y esa es la historia que ahora, si ustedes me lo
permiten y están preparados para escuchar,
les quiero contar … Goliat ha encontrado un apartado
recodo fluvial donde se va a desnudar: este hombre colosal siempre termina,
tarde o temprano, apartándose de la muchedumbre, buscando la soledad; a solas
con su corazón masculla, a pesar de la gloria alcanzada – él intuye, ya, que
es fugaz – su resentimiento por tantos años de humillación, por la cruda
dureza de la vida incluso para un hombre de una fortaleza tan extraordinaria
como la suya; la melancolía y la amargura lo asaltan también en estos
momentos que muchas veces él mismo procura encontrar; su corazón de coloso se
encoge como un animal herido en su caja torácica descomunal cuando lo asaltan
los recuerdos de tantas persecuciones, de tantas humillaciones, la ausencia
de afecto, las heridas de la marginalidad … su gloria, esta gloria fugaz, es
tan reciente – apenas tres años en sus casi cuatro décadas de existencia, si
él las hubiera sabido contar – que a Goliat todo sigue pareciéndole un sueño
del que debe en todo momento desconfiar, del que en cualquier momento pudiera
despertar entre las brumas de la muerte o la más negra oscuridad … Goliat desprende con los grandes
dedos peludos de sus poderosas manos las hebillas de las correas de cuero
negro que ciñen a sus poderosos hombros la coraza de escamas de bronce que le
cubre el torso de musculatura colosal. Se despoja de la coraza y la suave
brisa de un atardecer de primavera acaricia el acaracolado vello que tan
pródigamente le cubre los desnudados hombros, los portentosos pectorales, el
estómago y el vientre un poco abombados por algún que otro exceso en los
banquetes sacrificiales a los dioses en las guarniciones filisteas: a Goliat
le gusta devorar grandes cantidades de
carne con toda su sangre y con toda su grasa y esa evidencia es claramente
comprobable en ciertas convexidades de su cuerpo. Su descomunal organismo,
por supuesto, se lo pide – un caldero completo, en ocasiones, sólo para su
placer – pero tal vez sea también – esa pantagruélica voracidad – su
resarcimiento por algunos periodos de prolongadas penurias, durante los
tiempos en que el hambre, durante días, mordía su estómago con su propia
voracidad de chacal y sólo de raíces del monte se podía alimentar, pues
merodeando clandestino por yermos parajes, no encontraba nada en lugar alguno
para rapiñar. El cuerpo de Goliat, sin embargo, nunca degenera en obesidad:
su contínua actividad física en el campo de batalla, su acción militar, tres
años de guerra contra el enemigo judeo-israelita, no le permiten, como a los
funcionarios holgazanes de la administración militar, engordar. Goliat es un
guerrero, un auténtico militar, no un funcionario holgazán de la
administración militar: esos que a veces se quedan con parte de la paga de
los soldados que mueren en el campo de batalla para que ellos puedan medrar.
Goliat, si pudiera, los mataría a todos: a los de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gat,
Gaza … sobre todo a los de Gat, ¡los muy ladrones! Pero esos – Goliat aprieta
los dientes con mueca feroz – desde el principio lo aprendieron a respetar:
su sola presencia los abrumaba cuando se presentaba en los cuarteles para
exigir su soldada y, también, la de sus compañeros. A Goliat se le respeta,
TODOS lo respetan, propios y extraños, los suyos y los enemigos.Ya no es
Goliat, el bandido, ya no es Goliat, el mercenario: ¡ahora es el GRAN GOLIAT,
el Campeón de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, de GAT! Goliat deja caer su coraza sobre
la arena húmeda de la orilla y se desprende de la cabeza el yelmo de bronce:
sacudiendo a la fresca brisa de este atardecer del levante su densa melena
acaracolada, lo deposita junto a la coraza y se sienta en la superficie algo
cenagosa de la orilla del río, en la falda de una pequeña duna que rodea el
cañaveral, para continuar desnudándose. Es confortante sentir el frescor de
esta brisa en su carne desnuda después del calor que el cuerpo genera en el
fragor del campo de batalla: desprendida la coraza podemos apreciar que la
convexidad muscular de Goliat, poderosísima, está complementada en algunas
partes del desnudado torso y en el vientre, como dijimos, por alguna
adiposidad adicional, pero incluso estas capas de grasa se muestran duras y firmes, en ningún caso atocinadas,
en el conjunto corporal. No podemos decir que Goliat sea
“un hombre guapo”; nunca lo fue, al menos a la manera clásica de entender la
hermosura del rostro masculino: no tiene ninguna deformidad polifémica, ninguna
cicatriz que le atraviese el rostro afeándoselo – es muy difícil superar el
enorme obstáculo de su estatura para hacerle eso – no es Goliat ningún monstruo, ningún ogro, pero sus rasgos faciales son de un primitivismo casi
cavernícola: duros, toscos, brutales, casi simiescos – debemos admitir que,
en esto, las representaciones pictóricas que de él hemos recibido a lo largo
de los siglos en general le hacen bastante justicia – pues la nariz es grande
y prominente, los pómulos pedregosos, las cejas negras muy pobladas se unen a
través del puente piloso del entrecejo, la barba negra, veteada como su
cabello de alguna franja de gris, es tan densa que le cubre completamente las
mejillas y el mentón y tan asilvestrada que – al igual que sus cabellos sobre
los hombros – desciende por el cuello mostrando la casi nula proclividad de
su dueño al acicalamiento capilar … sólo sus ojos, sus grandes ojos negros,
brillan con una intensidad especial, como si fueran ventanas a las que se
asomara el alma atormentada de Goliat … sólo en el oscuro fulgor de esos
ojos, en las distintas tonalidades de su mirar, podemos apreciar
verdaderamente la melancolía, la ira, la furia, la lujuria de sexo y sangre,
el hastío tras la exaltación, tras la consumación … el miedo – sí, también el
miedo – de Goliat … Goliat desabrocha detrás de las
rodillas y de los muslos los cierres metálicos que sujetan a sus piernas las
grebas de bronce que las cubren y protegen de los proyectiles enemigos y,
poco a poco, las va desprendiendo y depositando junto al yelmo y la coraza.
Goliat desnuda sus piernas portentosas, musculosas, cubiertas de un vello
negro que aparece ahora sudoroso, apelmazado sobre la piel que – en las zonas
más visibles – apreciaríamos algo más pálida que en el torso y en el rostro,
más expuestos a los rayos del sol … Goliat desabrocha entonces el amplio
cinturón de cuero negro con incrustaciones de bronce del que cuelga en su
funda la daga con la que ha degollado a tantos hombres, en su vaina la espada
con la que los ha decapitado … Goliat se desprende también, con el cinturón,
del faldellón de cuero negro con incrustaciones de bronce que cubre sus
caderas, sus posaderas … y al hacerlo casi desvela, por la parte delantera,
su genital intimidad: bajo él Goliat apenas lleva un suspensorio de lino
blanco – bastante amarillento, ya – donde alberga, embutida, su verga de
gargantúa y, apenas contenidos en sus textiles límites, sus cojones de
coloso. Goliat, con sus grandes dedos peludos, casi delicadamente por la
concisión de la prenda, desprende los lazos que ciñen el suspensorio a sus
flancos y deja que la suave brisa fluvial le acaricie, bajo la frondosa
pilosidad púbica, este portento de su masculinidad … Goliat suspira, casi
inconscientemente, mientras la verga, al contacto del aire que la cosquillea,
se le empieza a empalmar. Extiende sus poderosos brazos hacia las sandalias
de flexible cuero negro, con refuerzo de bronce en el tobillo y el talón, tan
adecuadas para la batalla, que él prefiere a las botas, que tolera menos –
aunque en invierno recurra a estas últimas – por la costumbre quizá de los
tiempos en que anduvo descalzo por clandestinos caminos, y a su vez las
desprende de sus descomunales pies. Goliat vuelve a suspirar, al
sentir la brisa fluvial que sopla y acaricia la amplia curvatura de sus
plantas desnudas, que se introduce entre los largos dedos de los pies que
flexiona y estira: la libertad, para Goliat, es también sentir sus pies
desnudos – como Anteo – sobre la Madre Tierra, o dejar que la suave brisa de
un atardecer de primavera, sentado a la orilla de un río, los refresque, los
acaricie … Goliat se levanta, se aparta un poco, se introduce en el cañaveral y,
acuclillando su corpachón de coloso, se pone a cagar: aprieta un poco los
dientes, y la serpiente fecal, principalmente carnívora pero bien alimentada
también con higos chumbos y cereal, sale sin dificultad. Las tripas de Goliat
funcionan bastante bien, el insaciable estómago de este coloso hace bien su
labor. Goliat podría comerse un buey entero, y cagarlo sin dificultad. La
contracción de su carne colosal estimula sus esfínteres para evacuar lo que
le corresponde evacuar. Después de cagar, Goliat se limpia el agujero del
culo – sólo un poco, deprisa – con una piedra y unas hojas del juncal, se
levanta y se pone a mear. Es un chorro poderoso también – su próstata parece
perfectamente funcionar y Goliat riega con su orina abundante la tierra
cenagosa del cañaveral. Tras defecar y orinar Goliat se
va introduciendo en el afluente fluvial. Suspira de nuevo al sentir el
frescor del agua en su piel desnuda,
va sumergiendo en ella poco a poco el culo con el que acaba de cagar: es un
culo magnífico, una grupa poderosa, de colosal convexidad. Cubierto, como sus
poderosas piernas, por un vello denso y oscuro que el sudor apelmaza en la
profundidad de la raja que le separa las nalgas. Se introduce hasta la
cintura, y vuelve a suspirar: los ancestros de Goliat vienen del desierto –
de Arabia, quizás, o tal vez de Irán – y este poderoso guerrero necesita el
contacto del agua fresca sobre su piel curtida, no sólo por la crudeza de su
propia vida, sino también por la herencia genética de los pobladores de las
ardientes arenas, que en su sangre alberga. Algo en su interior quiere
escapar de la aridez infernal de sus orígenes y sumergerse en las aguas de
los ríos donde comenzó la civilización, donde el hombre – aseguran los
sacerdotes de los judeo-israelitas – perdió, para siempre, su Paraíso. Goliat
sueña despierto – y a veces también dormido - con los jardines de Babilonia.
Por eso, se dice él mismo, guerrea, tal vez queriéndose engañar: para
alcanzar el dorado retiro que todo hombre quiere alcanzar. Pero eso nunca sucederá, porque a
Goliat lo van a matar. Yahvé, Rey del Universo, ha
destinado a un muchacho para que ponga fin, para siempre, a este enemigo
mortal de Su Pueblo Preferido. Un muchacho que, con el tiempo, será el rey de
Israel. Goliat, sin embargo, aunque algo
intuye, no sabe con certeza lo que el destino le va a deparar. De momento suspira,
se sumerge en las dulces aguas de este pequeño afluente fluvial, disfruta de
este descanso del guerrero como después disfrutará – ya por poco tiempo – del
otro: ese que va incluido en sus prerrogativas de conquistador, ese que
somete sexualmente a las víctimas de su conquista. Goliat bracea en el agua: su
nadar es más bien torpe, pesado, hipopotámico, pero debemos tener en cuenta
su constitución corporal: este río es pequeño, apenas cubre en su parte más
profunda las corpulentas costillas o los sobacos sudorosos del coloso; la
longitud y la reciedumbre de sus piernas no son obstáculo para el desempeño
en el campo de batalla pero en un afluente fluvial como este, de escaso
caudal, no le permiten demasiado margen para maniobrar. Si en este río hubiera
cocodrilos, o estuviera poblado por el más pequeño caimán, no es improbable
que Goliat fuera una presa fácil, o al menos, no de especial dificultad.
Goliat sumerge su cabeza, la refresca; en pocos momentos pierde, apenas, su
poderoso pie en el fondo fluvial. -
¡Goliat, Goliat, Goliat,
Goliat! Goliat vuelve sus ojos hacia la orilla, gruñe, malhumorado, ¡nunca le
dejan descansar! -
¡Goliat, Goliat,
Goliat, mi señor Goliat! Menandros, uno de sus escuderos, corre hacia la orilla del río en el que
se baña su señor Goliat, sin duda con alguna noticia importante que le va a
trasladar: más le vale que sea así, pues a este coloso no le gusta ser
molestado por minucias. La nueva, sin dudarlo, merece que Goliat interrumpa
su baño al poco de haberlo comenzado – “¡Al menos estos cabrones,” piensa
Goliat, “me han dejado tiempo para cagar!” -
¡Mi señor, mi señor Goliat, ha
llegado un heraldo desde Jerusalén, con un mensaje del rey de las tribus de
Israel y de Judá: al parecer piden una tregua para parlamentar! Goliat, mientras va alzando su
desnudo cuerpo de coloso de las aguas del río, sonríe con la mueca maníaca
del predador que, satisfecho, olfatea a lo lejos el miedo de sus presas:
sabía que tarde o temprano sus enemigos, debilitados por las sucesivas
derrotas, pedirían esta tregua para parlamentar. Convertido de hecho en
Comandante en Jefe de los Ejércitos de la Confederación de Ascalón, Asdod,
Ecrón, Gaza, Gat … Goliat es consciente del creciente terror que infunde en
sus desconcertados enemigos, incapaces de presentar ante él un adversario a
su altura. Saúl, rey de Israel y de Judá, teme ya por el Arca de la Alianza y
eleva plegarias a Yahvé para que el Rey del Universo levante el Castigo que
sobre Su Pueblo Preferido ha encarnado en este hombre colosal que amenaza con
derribar, al frente de sus ejércitos, las mismísimas murallas de Su Ciudad.
Yahvé parece haberle dicho en sueños a Saúl que debe concertar esta tregua,
que debe contactar, personalmente, con Goliat. El coloso, por pudor elemental, envuelve
de nuevo su verga y sus cojones en el suspensorio de blanco lino amarillento,
se ajusta por debajo de las costillas el amplio cinturón de cuero negro con
incrustaciones de bronce del que cuelga en su funda la daga con que ha
degollado a tantos hombres, en su vaina la espada con que los ha decapitado …
y con él se ajusta también en torno a las caderas el faldellón de cuero negro
con incrustaciones de bronce, ocultando de esta manera la prenda íntima y sus
desnudas posaderas. Introduce por fin sus enormes pies en las flexibles
sandalias de cuero negro con refuerzo de bronce en el tobillo y el talón, y
dejando el yelmo, la coraza y las grebas al cuidado de Menandros y los demás
escuderos que forman su guardia personal, el Gran Goliat de Gat comienza a caminar,
satisfecho, los desnudos pectorales abombados como pechuga de pavo real, su
mente poseída por el entusiasmo en su bipolaridad, hacia el campamento de los
victoriosos filisteos, que lo adoran como a un dios. Allí le aguarda – a él, al muchacho pobre
de portentosa estatura que nunca fue niño, al marginado de la sociedad, al
vagabundo, al malhechor, al mercenario, al héroe sobrehumano, al Campeón de
la Confederación de Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza, Gat … ¡al Gran Goliat! – el
emisario especial del rey de Israel y de Judá, que le pide una tregua, que le
pide parlamentar … |