FBI Blues

 

 

IV

 

-            Zack …

-            Yeah, Danny …

-            Do you think what we’re doin’ is … I dunno … correct?

-            No, Danny, it ain’t correct, but it’s just this time, and nobody ain’t gonna know … just ourselves ... relax, buddy, relax … and place your bets … 

 

No fue sólo aquella vez, fueron más veces.

Hundidos en su propia degradación, plenamente conscientes de lo que presenciaban sin el menor ánimo de detener o denunciar, trataban, cómplices en su hundimiento moral, de apaciguar sus conciencias. Se decían que su participación como espectadores y apostantes en aquel sacrificio en vivo y en directo de la vida de un hombre – era sólo uno por velada extraordinaria, el derrotado en el tercer y último combate – formaba parte indispensable de su línea de investigación en pos de los oscuros negocios de la Yakuza en Seúl y del “capo” particular que pretendían atrapar: cualquiera que fuera el tipo que dio la orden de asesinar a Ishikawa. Pero lo cierto es que, en poco tiempo, fueron ellos mismos quienes se vieron atrapados por la turbia emoción del juego de la muerte ajena, casi olvidados de su condición de agentes de la ley y la civilización por cuya supremacía en la jungla de asfalto habían jurado solemnemente – al tomar posesión de sus “badge of honor” – no sólamente velar sino entregar incluso, si preciso fuera, sus propias vidas.

 Iban a hacerlo: entregar sus propias vidas. Pero no con honor. 

 Zacharias Hightower y Daniel di Lorenzo – agentes del FBI enviados en misión secreta extraterritorial a Seúl, Corea del Sur – se preguntaban hasta qué punto aquellos “morituri” de finales del siglo XX eran conscientes de lo que se jugaban, de lo que podía significar su derrota sobre la pulida, impasible madera, aunque a ninguno de ellos pudiera pasarles desapercibida aquella calavera de nácar brillante en el centro del óvalo. Los nombres de los participantes en el tercer y fatídico combate eran decididos en un sorteo previo al comienzo de los “encuentros”, y la convención señalaba que el menos fuerte, el menos ágil o el menos diestro: el vencido, debía morir, rematado a placer por el vencedor, sin posibilidad siquiera, como hubiera sucedido incluso en el circo romano, de perdón. Suponían Zack y Danny que todos esos hombres habían sido llevados a tal extremo por una situación desesperada, terminal en todo caso: una deuda impagable con alguna de las mafias locales o extranjeras, hasta entonces su protectora, una traición, un error imperdonable, un trágico desliz que los había sentenciado a sobrevivir o perecer en un combate agónico, sin un árbitro que refrenara y encauzara la brutalidad que debían infligir o sufrir, hasta llegar al final, hasta apurar el cáliz – dulce o amargo – de lo que el destino tenía dispuesto para ellos. 

 Los combatientes, durante todo el tiempo previo a la lucha en la que afrontarían la muerte o volverían a nacer, antes de subir al tablado en el que iban a jugarse la vida, permanecían concentrados, sus rostros sumidos en una especie de estoica tristeza, masculinamente melancólicos pero siempre dignos, enteros, aparentemente valientes. Esperaban el momento en silencio, ensimismados, inspirando y expirando sucesivamente para calmar sus nervios, acumulando adrenalina frente a la posibilidad cercana de una muerte cruel que sus cínicos amos habían querido presentarles incluso como honrosa, preferible a la tortura insoportable sobre una silla o una mesa, a la más directa y sangrienta ejecución.

 En torno a su terrible trance, ávidos espectadores ultimarían sus apuestas, antes de que los dos primeros luchadores subieran al estrado vistiendo unos escuetos “fundoshi” de blanco algodón, prácticamente desnudos sobre la madera, tratando de apartar su vista de la fatídica calavera pintada en el centro. Tras un saludo inicial de gélida cortesía, en presencia de un “maestro de ceremonias” que se limitaría a presentar a los luchadores y supervisar el desarrollo del combate, estos hombres hacían entrechocar sus cuerpos en una conflagración con miscelánea y confusión de estilos, con golpes alternativos de boxeo, kickboxing y karate, entrelazamientos de judo y lucha … casi todo valía en un “full contact” estremecedor en el que se procuraba sorprender, coger con la guardia baja al oponente, previamente aturdido por los golpes recibidos, golpearlo en un punto vital, abatirlo, demolerlo lo antes posible con un golpe decisivo, incapacitante, aniquilador: se daba por finalizado el combate cuando uno de los dos yacía exhausto, sin posibilidad de levantarse, malherido o tal vez muerto – la muerte podía suceder, “por accidente” también en los dos primeros “encuentros” – sobre la madera salpicada con la sangre de las heridas abiertas por los golpes en los rostros de los luchadores. Sólo entonces un miembro de “la organización”, un médico al parecer, subía al estrado y examinaba el cuerpo del vencido, le alzaba el rostro, abofeteándole las mejillas tumefactas, le examinaba las pupilas a través del púrpura de los hematomas, le tomaba el pulso en el cuello y en la muñeca, le aplicaba unos primeros auxilios – pues no era éste, aún, el condenado – antes de proseguir sus cuidados en una sala de “enfermería” donde, si se recobraba, el vencido podía aún agradecer que la suerte no lo hubiera destinado para el último combate, pero … ¿hasta cuándo? … ¿iban a levantar sus amos, tras aquello, la sentencia que habían impuesto sobre él?, ¿le permitirían reintegrarse a la organización, otorgándole una segunda oportunidad?, ¿o lo destinarían a otro combate? … podía también intentar recuperar su libertad, aun sabiendo que el fracaso en esa empresa conllevaría su eliminación inmediata, sin más treguas …

 Los espectadores, todos hombres de mediana o avanzada edad y apariencia respetable, impoluta, con chaqueta y corbata, asistían a los combates en un extraño y embelesado silencio – muy diferente a ese griterío del público  que se presenta en las películas del género de artes marciales para consumo de masas – y contemplaban el espectáculo como si presenciaran una ceremonia casi religiosa, plenamente conscientes de lo que se dilucidaba en el “ring” ovoidal a pocos palmos bajo ellos, en la feroz colisión de dos hombres fuertes, jóvenes, prácticamente desnudos, plenos de agresivo vigor hasta que uno de ellos iba perdiéndolo, vertiendo al tiempo sudor y sangre hasta yacer extenuado, inerte, vencido sobre la fría y dura madera; y su mudo entusiasmo crecía a cada golpe más contundente que su favorito propinaba al enemigo, deleitándose en los gritos de dolor agónico, en la cada vez más fluida efusión de sangre y el tambaleo del hombre contra el que habían apostado, cuya misma muerte secretamente anhelaban como el más apetecible de los bocados.

 Envueltos en una densa nube de humo de tabaco caro, Hightower y Di Lorenzo aspiraban con idéntica fruición el aroma de nicotina en las gradas y de testosterona, sudor viril y sangre en el “ring”. Admiraban la elasticidad insospechada de aquellos cuerpos macizos, la inicial agilidad de los miembros, la implacable contundencia y precisión de los golpes, el despliegue de técnica y fuerza, el desenvolvimiento profesional, fruto sin duda de un duro, constante, intensivo entrenamiento, la resistencia al dolor hasta los mismos límites de su agonía, las fintas, esquives, puñetazos, patadas, rodillazos, llaves, codazos, los tajos con las manos tensas, durísimas, cortantes en los puntos vitales de la desnuda anatomía, adivinándose bajo el blanco del “fundoshi” incipientes erecciones que brotaban de su fuerte raíz en lo más fragoroso del choque, en medio de un agónico abrazo que buscaba la extenuación, la asfixia del contrario, invitando a hacer presa, bajo la mínima prenda, en los encendidos genitales. Un reglamento implícito, sin embargo, proscribía ejecutar tenaza allí, por considerarlo deshonroso, como si a pesar de lo que ante todos se mostraba evidente: la excitación sexual de los contendientes en lo más álgido del combate, se deseara mantener un ápice de pudor y contención reglamentaria en la lucha terrible y descarnada. El vigoroso derroche de energías culminaba cuando el vencedor acababa por reducir prácticamente a la nada al vencido, que terminaba de patalear en el suelo bajo el poderoso “abrazo de león” de su enemigo, o boqueaba de espaldas agitando su pecho, vientre y costillas en un intento desesperado por inhalar el aire que le faltaba, incapaz de presentar más resistencia a su noqueador, que ya alzaba los brazos, con jadeante sonrisa, en señal de incuestionable victoria.

 Ignoro hasta qué punto los espectadores eran conscientes de cuánto de placer puramente sexual, orgásmico en la consumación, había en su silenciosa, aparentemente impasible contemplación de aquellos combates, una inconfesable sensación que sin duda con mucha mayor intensidad debía vivir el más fuerte o el más diestro de los luchadores al sentirse salvado tras acabar con su contrincante y verlo al fin desfallecido, exánime sobre la dura madera, al borde él sí de la ruina y de la misma muerte.

 El vencedor, por el contrario, haciendo ingresar suculentos yenes o wones en la bolsa de sus amos, podía recuperar tal vez la confianza y estima que como a valioso “gangster” subordinado le habían dispensado hasta el momento de cometer su fatídico error. Podía este superviviente, incluso, si decidía “libremente” seguir en aquella peligrosa profesión del combate sin reglas, participar de las ganancias de las apuestas cursadas a su favor, sin pensar que en cualquier momento un adversario más preparado y potente podría cortar en seco su carrera triunfal, incluso su propia vida …  pues muchos de estos hombres, inicialmente victoriosos, encontraban, finalmente, la muerte ante un oponente más fuerte o letal que ellos. Pero en el transcurso, exponiendo de tal modo sus vidas, enriquecían aún más a sus “oyabuns” y recuperaban en parte, exentos de aquel débito, su anterior posición en el organigrama de la banda, por subordinada que esta posición fuera. A los que sucumbían en el trance, sin embargo, tras el derramamiento inútil de su sangre sobre la madera, la destrucción de sus cuerpos y la exhalación sobre el tablado de su último suspiro los liberaba, para siempre, de su deuda fatal.

 Un extraño, patético – casi cómico – pero a la vez emocionante ritual público tenía lugar a veces tras alguno de aquellos combates, especialmente en los decisivos, cuando el vencedor, tras haber noqueado, estrangulado, partido el cuello, ultimado con un terrible puñetazo final a su oponente … se alza con los tensos brazos en alto, bañado en sudor y sangre, jadeando, con una sonrisa triunfal, casi mueca de dolor y fatiga, se ajusta el breve “fundoshi” para cubrir parte de sus vergüenzas casi expuestas al aire tras la refriega y, tambaleante, inflamado el pecho en la exhalación de un grito victorioso, recuperando estabilidad y visión a pesar de sus lágrimas de gozo y arrepentimiento, baja del estrado y busca frente a él, en primera fila de las gradas, a su “oyabun”…

 Cuando su amo sale a su encuentro, el siervo vencedor, sollozando, gimiendo como un chiquillo, se arranca el diminuto “fundoshi” que vela sus genitales y, completamente desnudo, ante todo el auditorio, confiesa su culpa, su deslealtad al jefe de su clan, se humilla públicamente, postrándose ante él, implorando con entrecortados sollozos su perdón. Su dueño, mientras tanto, rebosante de orgullo y excitación, se inclina sobre su cuerpo en sumisión, le hace levantarse, acariciándole el cabello como un padre a su hijo al tiempo que recibe, en su mano derecha, en su dorado anillo de patriarca, el beso humilde del hijo pródigo, profundamente arrepentido, que pide ser admitido de nuevo en la casa del padre. Entonces el “oyabun” pronuncia, bien alto para que todos puedan escucharlo, su público perdón al siervo que ha demostrado merecer una nueva oportunidad de su muy generosa, muy clemente, excelentísima misericordia.

-            Oh my gosh, look at that, Zack. That guy´s ripped his jockstrap off an´he´s showin´his dick, an´ he´s got a fuckin´ boner!  An´ the other guy, he´s huggin´im tight, he´s strokin´ his head an´ kissin´ his cheek. What are these men, Zack, a fuckin´ bunch of fags?!

-            Sshhh, shut up, man, I wanna hear what’s he’s sayin’... an’ don’t say dirty words, I’m always tellin’ you that … yeah, this is weird, I’ve never seen somethin’ like this before … I think the old guy is his boss or somethin’, and he’s givin’ im pardon for some offence …

 

Hightower y Di Lorenzo, perplejos testigos de todo esto, no podían dar crédito a lo que veían aunque – si hubieran podido distinguir convenientemente entre todos aquellos orientales de ojos rasgados que para ellos eran étnicamente indiferenciables – se habrían apercibido de que sólo un japonés podía ser capaz de exhibir impúdicamente, incluso ante extranjeros, semejante desmostración de servilismo ante su señor feudal, su “shogún” protector, el dueño de su vida, de su cuerpo, de su destino … Sí, sólo un japonés que había ofendido a la Yakuza podía pues sobrevivir a su ofensa con una pública manifestación de absoluta sumisión que iba, en la mayoría de los casos, más allá de una mera representación; se trataba, por el contrario, de un acto de sincera y sentida compunción que servía no sólo para reanudar el lazo de vasallaje sino para estrechar y consolidar definitivamente esta desigual relación con sello ya indeleble: no puede un japonés recaer en el deshonor sin que eso conlleve perder, deshonrosamente, su vida.

 Nunca cuestionaban estos jóvenes siervos la auténtica naturaleza criminal de una “honorable sociedad” encabezada por un jefe paternalista y severo que transmitiría, llegada su muerte o incapacidad, su herencia por vía filial o de afecto a un nuevo “oyabun”. Y este nuevo “oyabun” a su vez disfrutaría y trataría de acrecentar su patrimonio material y humano, en cuyo lote se encontraban, en ordenada jerarquía – desde los “edecanes” a las “fuerzas de choque” – todos aquellos que aquel clan particular de la Yakuza había reclutado – más que “contratado” – para desarrollar sus actividades criminales. Los diarios personales del profesor X-San – base de sus informes secretos para el Ministerio del Interior del Reino Imperial del Japón – en los que a mi vez baso estas historias verdaderas que a ustedes presento – me han transmitido estos detalles sobre el funcionamiento interno de la Yakuza; detalles que Di Lorenzo y Hightower percibían de manera bastante miope e imperfecta, sin llegar a ser del todo conscientes de su más profunda trascendencia. Era un precio que tenían que pagar a causa de unos prejuicios culturales propios de occidentales – particularmente estadounidenses – escasamente cultos. Un precio que, finalmente, terminaría siendo muy alto para ellos: sus propias vidas.

 Existía, por tanto, un sentimiento de “propiedad” de los jefes de la Yakuza sobre los hombres a su servicio, y sólo así se entiende cuán duro era el golpe de la defección o la traición – estimuladas por la oferta más atractiva de un clan rival, o el más íntimo deseo humano de la independencia y la libertad personal – especialmente cuando el desertor era un veterano con largos años de servicio a la familia o un joven de especial talento y cualidades que de nada le hubieran servido, por otra parte, si esta “familia de adopción” no lo hubiera rescatado de un destino incierto, de una vida difícil en los márgenes de la sociedad para acogerlo, formarlo, entrenarlo, darle un sueldo y disponer de él en todo momento, casi a destajo, sin margen para el descanso o la lasitud.

 El “gangster” reclutado por la Yakuza llegaba así a convertirse – si no decepcionaba las expectativas puestas en él por sus empleadores – en “un obrero fijo en la plantilla de la empresa”, donde podía incluso alcanzar una plácida y bien remunerada “jubilación”. Y no sólo eso: podía convertirse también en un “hijo”, en un “hermano” o “tío” más dentro del clan si llegaban a establecerse, como a veces sucede entre individuos más allá de los lazos de sangre, vínculos de afectividad originados en una lealtad sin vacilaciones ni fisuras. Estos hombres podían ser premiados, en los mejores casos, con su incorporación de hecho y derecho a la familia propiamente dicha, mediante matrimonio, por ejemplo, con una hija del “oyabun”, originando así una nueva dinastía vinculada a la antigua por la consanguinidad. Y es por todo esto que el desertor o el disidente que afrontaba la aventura de la fuga de la “gran casa” y fracasaba – bien porque fuera de ella fuese incapaz de rehacer su vida o porque los tentáculos del clan terminaran atrapándolo en su inútil escapada – tenía que superar una dura prueba antes de ser readmitido – provisionalmente y con severas condiciones – en la banda que abandonó o traicionó.

-            But, the guy that won the fight the other day, Zack, he´d win the fight an´ survive, I think he was´ askin´ his pardon from the boss, but … the boss wouldn´t say shit t´im, he just stared at `im … smiled an´ showed `im the way to the showers, an´ in the showers … when the guy was takin´ his shower, oh my gosh, they´d follow `im there an´ strangled `im there, with his own fuckin´ towel, an´ they … they cut his d-dick an´b-balls an´put `em in his mouth …  

-            Sshh … shut up, boy, shut up … you don´t have to tell me what I already know … so shut up … we´re in dangerous company here, someone might be listenin´ … someone who understands English – so don´t speak anymore, just watch an´ place your bets … we´re jus´playin´ here, remember, we´re jus´ playin´ here … watchin´ an´ playin´ …

 

Si la traición era especialmente grave, implicando derramamiento de sangre o un perjuicio económico muy grande e irreparable para el clan, no había perdón para el vencedor del combate expiatorio, imponiéndose la más expeditiva “ejecución”, a veces acompañada de emasculación y humillación, algo de lo que también fueron testigos nuestros dos agentes del FBI, como Beom Seok Kim pudo comprobar mediante su sofisticadísimo sistema de espionaje a través de nano-micrófonos ocultos en los asientos reservados para ellos en las gradas que, como espectadores, ocupaban.

 

  Aquellas tríadas de combates clandestinos o “extraoficiales”   estaban organizadas en Seúl principalmente por la Yakuza, como también – pese a sus limitaciones como “sabuesos” – Di Lorenzo y Hightower pudieron “olfatear”. Los tentáculos de la Yakuza en Corea del Sur eran importantes, pues a pesar del mal recuerdo que los coreanos guardaban de los japoneses por las afrentas de la guerra, su común destino capitalista auspiciado por los Estados Unidos de América había favorecido este acercamiento, estos contactos. De alguna manera, Seúl era “territorio compartido” mediante una política de “pactos de caballeros” y buenas relaciones entre los clanes nipones y los coreanos, en cualquier caso menos poderosos y necesitados de la “ayuda logística” de los japoneses en operaciones extraterritoriales. Los clanes coreanos, en cambio, no habían podido penetrar en territorio nipón con igual intensidad, algo de lo que los japoneses se preocupaban y ocupaban eficientemente: era, pues, una relación entre desiguales.

 Pero sobre todo la Yakuza tenía excelentes contactos en la cúpula policial de Corea del Sur, y su principal aliado en aquel momento era Beom Seok Kim, el todopoderoso superintendente de las fuerzas policiales surcoreanas.

 

El frío contacto del cañón de la pistola en su poderosa nuca negra dejó petrificado a Zacharias Hightower. A continuación, otro cañón de otra pistola, empuñada por otro hombre, apretó contra sus costillas, que quedaron rígidas. Un tercer cañón de una tercera pistola presionó contra la más delicada nuca blanca de Daniel di Lorenzo. El cuarto cañón de la cuarta pistola se deslizó bajo la chaqueta del joven policía y apretó firmemente contra su estómago, que se contrajo bajo la camisa. Estaban atrapados. Era el comienzo del fin. El comienzo de su camino, en cuaquier caso, al infierno que les esperaba. Escucharon entonces, sorprendidos, atónitos, la melosa cadencia del inglés con ligero acento coreano de Beom Seok Kim:

 

“Please, put your hands behind your backs and don´t make any mistakes. We don´t want anyone to be harmed here, do we? … No, of course not. So, do what I tell you to do and you will be okay, right? … 

 

Zack Hightower y Danny di Lorenzo no tuvieron otra opción: era eso, o perder sus vidas en ese mismo instante. Decidieron obedecer: no quisieron morir, entonces … A veces pienso que hubiera sido mejor para ellos hacerlo allí – morir, quiero decir – en ese instante. Se hubieran ahorrado todo lo que vino después … se hubieran ahorrado todo aquel horror …

 

-            What the fuck is this?!  Who are you?! …

La voz de Danny vibró en falseto, mientras le ponían las esposas. 

-            Sshh, close your mouth, stand up slowly and walk in the direction the gun is pushing you, okay? … Same to you, big black man …

 

Zacharias Hightower sintió una leve indignación, una latente repulsión al sentirse llamar “negro” en el bien pronunciado inglés de  acento untuoso que profería aquel hombre: una voz que le parecía reconocer pero que en aquel momento, aturdido por la sorpresa, no conseguía identificar totalmente. El frío metal de las esposas – un instrumento que él tantas veces había utilizado para inmovilizar a otros durante sus actos de servicio – mordía sus poderosas muñecas, casi cortando la circulación de la sangre hacia sus manos grandes de exboxeador de los pesos pesados. Poco a poco, como le había ordenado el hombre que primero los capturó, fue levantando su cuerpo de coloso del asiento que como espectador “la organización” le había asignado y empezó a caminar dirigiéndose, lentamente, hacia el lugar al que el cañón de la pistola, ahora presionando en su tensa columna vertebral, le dirigía … viendo cómo los espectadores que se encontraban en aquella parte de las gradas iban levantándose, silenciosamente, para abrir paso a aquellos extranjeros – aquel gigante negro de apariencia temible, aquel joven blanco de rostro bien parecido – un chico guapo – un poco pálido ahora por el miedo y la sorpresa, que se dirigían, obedientes, hacia donde las pistolas de sus captores les iban llevando … 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

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