FBI Blues III Seúl, Corea del
Sur (finales de los años 80 del siglo XX) La segunda bofetada impactó en el
rostro de Nang Hyun Woo con la misma rapidez de relámpago que la primera,
volviéndole a sorprender,dejándolo aturdido, sin aliento, boqueando como un
pez. Aquel extranjero golpeaba con fuerza, aunque su aspecto físico fuera
bastante menos impresionante que el de su compañero, el gigante negro. “Don´t fucking lie to us, man. Don´t pretend you don´t understand what
we´re fuckin´ saying, `cause we know you speak English perfectly well, so don´t try to fuckin´ make fools of us if you want to save your ass, at
least as much as it can be saved …” El joven casi silbaba con la excitación
anticipatoria de una serpiente a punto de devorar a su presa. Nang Hyun Woo
sintió miedo, pero más le asustaba confesar un crimen que no había cometido,
del que era totalmente inocente. Vestido con una ceñida camiseta gris de
gimnasta que dejaba al descubierto los músculos en tensión de hombros y
brazos, sus piernas embutidas en un pantalón de chandal blanco, sus pies en
unas zapatillas “Nike Air Force” del mismo color, el joven policía americano
chasqueaba los dedos y flexionaba su musculatura, dispuesto para la siguiente
fase de su “técnica interrogatoria”: los puños. Entonces el
gigante negro se levantó de la silla en la que estaba sentado con sus piernas
de coloso muy abiertas, y se aproximó a ellos, interpelando a su compañero,
con voz suave pero al mismo tiempo de una profunda, masculina intensidad: “Easy, officer, easy, take it easy. No need to be rude or disrespectful to
Mister Nang here, and don´t curse nor speak dirty, man, I always tell you
that. We are FBI officers and
I am perfectly sure Mister Nang is quite
aware of that. As FBI officers, we only want the truth from Mister Nang, and I´m sure he will answer our questions without further enforcement on
our part …” Se acuclilló
frente a él, colocándole una de sus enormes, colosales manos negras encima de
una rodilla, una mano cuyo tacto caliente sintió el coreano subir por la
pierna y recorrerle la espina dorsal, y lo miró con aquellos grandes ojos
castaños que parecían quererle absorber el alma. Unos ojos muy hermosos, sintió más que pensó Nang Hyun Woo, en el rostro de un hombre como este. Unos ojos cálidos, casi compasivos, en la
cabeza formidable de un hombre que, al principio, le había semejado casi una
bestia. “The thing is, Mister Nang, quite simple to understand. I´ll speak slower to you
if that suits you better. You can take your time before answering if you want, but don´t forget we don´t only want your answers; as I said, we want
the truth …” Aquel negro
magnífico se pasó entonces la lengua por los gruesos labios africanos, humedeciéndolos,
como si quisiera seducir, de una manera no premeditada, al hombre que se
disponía a interrogar. “We know that you knew Mister Ishikawa. We know you know Mister Ishikawa was
murdered in Seoul just a few months after you and he had, let´s say, some disagreements, bitter disagreements on business issues …” El coreano había intuido desde el principio, desde que aquellos dos
tipos lo detuvieron – más bien secuestraron
– que todo estaba relacionado con la muerte de Ishikawa. ¿Por qué otro motivo
unos policías, y además extranjeros, podrían querer interrogarlo? Él sabía que Ishikawa tenía la nacionalidad
estadounidense, que era “americano”, como estos dos. Pero él no había matado
a Ishikawa. Él no tenía nada que ver con la muerte de Ishikawa. Él no tenía
ni idea de quién o quiénes podían haber matado a Ishikawa. ¿Qué se suponía
que tenía que decirles a estos dos “sabuesos” del FBI? ¿Y la policía coreana, no tenía nada que
ver en esto? Él era un ciudadano de
Corea del Sur, tenía sus derechos, esto
no es Corea del Norte. ¿Dónde estaba su abogado? Lo había visto y escuchado siempre en las
películas americanas: “Tiene derecho a permanecer en silencio y llamar a su
abogado. Todo lo que diga en este momento podría ser utilizado en contra suya
en un proceso judicial.” Pero estos
hombres no le habían dicho nada de eso, estos hombres lo estaban tratando
como unos agentes de la CIA podrían
tratar a un terrorista extranjero. ¿Era eso justo, era eso “legal”? Nang Hyun Woo balbuceó: “We - we were not partners - he
was - he was a Japanese businessman who wanted to make business in South
Korea - I - I just disagreed with his methods …” “What do you mean? What kind of
business? What kind of methods?” “Agricultural business - Investment in rice production -” “Why did you disagree with his methods?” “He - he was - trying to introduce transgenic crops in South Korea. I
think those kind of crops are harmful to the environment, harmful to the
health ---” Zack Hightower sonrió, con indisimulada ironía, al escuchar estas
palabras. “I never thought businessmen were very concerned about the environment, or the
health of the people …” “But you must believe me, sir, I haven´t done him any harm. It was - it
was just a discussion, a debate on the newspapers, on the television – I – I
am an advocate of traditional agriculture, my father and my grandfather were
rice croppers, and I believe in the traditional way of doing things in my
country – we – we don´t need more
foreigners harming our land.” Zack Hightower entendió las últimas palabras de Nang Hyun Woo como un
reproche indirecto, y de alguna manera simpatizó con el discurso del coreano,
aunque le pareció “un poco comunista”. No podía olvidar que él era un
policía, un policía americano, un agente al servicio de su país, y su misión
era descubrir y detener al asesino o asesinos de un ciudadano de los Estados
Unidos de América. No obstante, comenzó a intuir que aquel hombre tenía muy
poco, si algo que ver con la muerte de Ishikawa. Sospechaba que éste podría
estar relacionado con “elementos peligrosos” de organizaciones criminales
coreanas o japonesas, que sus negocios, al margen de la discusión
medioambiental, no eran del todo
limpios. Pero Beon Seok Kim, el hombre más poderoso de la policía
surcoreana, había señalado a este tipo como “individuo altamente sospechoso”
del asesinato de Ishikawa. De hecho, como “el principal sospechoso” y era
perfectamente lógico que como agentes del FBI exploraran esa posibilidad. Un
par de bofetadas persuasivas de
“Bad Cop Danny” estaban dentro de lo razonable como método inicial de
interrogación, pero Zack Hightower no tiene ninguna intención de torturar a
este hombre. Si los hombres de Beon Seok lo hacen, ese no es asunto suyo. No
parecía muy evidente que Nang Hyun Woo tuviera relaciones con “elementos
peligrosos” coreanos o japoneses, aunque
con estos tipos, pensó Hightower, nunca
se sabe. Tiene la impresión, pese
a todo, de que este tipo es un hombre honesto, de que les está diciendo la verdad y nada más que la verdad. Tras una
entrevista personal con Beon Seok Kim, Nang Hyun Woo fue puesto en libertad,
aunque se le advertía que seguiría vigilado. El superintendente de la policía
surcoreana fue lo suficientemente persuasivo para hacer renunciar a Nang Hyun
de su propósito de “consultar con sus abogados” si las circunstancias de su
detención habían sido las correctas y si, de alguna manera, no habían sido
violentados sus derechos civiles como ciudadano de la República de Corea del
Sur. Nang Hyun era consciente del extraordinario poder que Beon Seok Kim
ejercía en el país y de sus importantísimos contactos políticos, militares y
empresariales. Es prudente, pues, para él mantener tras este desagradable
incidente “un perfil discreto” y tal vez no volver a polemizar en el debate
público con hombres poderosos y peligrosos que podrían estar involucrados en
negocios oscuros con otros hombres todavía más poderosos y más peligrosos. Nang
Hyun sabía perfectamente que una cosa es lo que dicen las leyes y otra muy
distinta lo que los hombres que supuestamente velan por el cumplimiento de
las leyes pueden hacer con ellas. La estancia
de los dos agentes camuflados del FBI en Corea del Sur se prolongaba, sin
resultados efectivos que pudieran trasladar a sus jefes en los Estados
Unidos, lo que hizo que fuera aumentando la impaciencia de estos y les
llevara a preguntarse, tras varios meses de investigación sin frutos, si
habían elegido a los hombres más apropiados o mejor preparados para una
misión de esas características. La presión sobre Zacharias Hightower y Danny
di Lorenzo fue incrementándose y su nerviosismo aumentando ante la sensación
creciente de que se habían metido en un laberinto del que cada vez les
resultaba más difícil salir sin una admisión de fracaso y el regreso a casa
con el reconocimiento no ya de su mediocridad, sino de su absoluta
incapacidad para afrontar una investigación de esas características. Y eso
era algo que el sentido del honor de sus masculinos egos no estaba preparado
ni dispuesto en absoluto para admitir. Para nada imaginaban, en cualquier
caso, la auténtica dimensión de lo que les aguardaba. El horror que les
acechaba. Sin ni
siquiera intuir que se habían convertido en unas marionetas de Beon Seok Kim,
que sin que ellos lo advirtieran iba trazándoles distintos caminos de diversión
– en el doble sentido etimológico de esta palabra – que les iban alejando y
al mismo tiempo aproximando – creo que esta paradoja se entenderá con el
transcurrir del relato – al objetivo final de su investigación, Hightower y
Dilorenzo fueron profundizando paulatinamente, con la ceguera de unos topos
desorientados, en las distintas simas de su camino de perdición, de su
compartida ruta hacia el infierno, consumiendo las progresivas etapas de su
particular experiencia dantesca. Entraron así
en el mundo subterráneo de Seúl, en la amplia red semiclandestina, casi
invisible en su discreción pero no por ello menos turbia y real, de los
garitos, burdeles, “night-clubs”, saunas, gimnasios, salas de combate sin
reglas donde modernos gladiadores arriesgaban de madrugada sus propias vidas
en brutales, sangrientos encuentros en torno a los cuales se entrecruzaban
altísimas apuestas, en una orgía de sudor y sangre para el mayor placer de
mafiosos millonarios y políticos corruptos que habían dejado hacía tiempo de
encontrar diversión y estímulo en las reglamentarias, cívicas y ceremoniosas
artes marciales de la milenaria tradición oriental. Numerosos
jóvenes chinos, coreanos, indonesios, malayos, filipinos, tailandeses,
birmanos … llegaban todos los años a Seúl, procedentes la mayoría de ellos de
la marginación económica y social de sus países, beneficiándose de las
flexibles leyes de inmigración surcoreanas, que les permitían entrar para
desempeñar trabajos mal pagados pero que les vetaban, sin embargo, el acceso
a los servicios sociales que disfrutaban sólo los nacionales. Sus precarias
condiciones laborales, su desconocimiento del idioma, el desarraigo e incluso
el hambre les hacían ser presa fácil de los dueños de los gimnasios, donde se
les preparaba, entrenaba y fortalecía durante largos meses para las luchas a
muerte en las que iban finalmente a participar. Pero no todo era eso, pues en
el transcurso de sus nuevas vidas, completamente diferentes a las que
esperaban, iban a entablar unos especiales –
y no por ello menos tradicionales en la cultura oriental – lazos de
masculinidad con sus patrocinadores. Muchos
de los hombres que conformaban aquella mano de obra barata: camioneros, conductores
de maquinaria en los muelles o fábricas, obreros de la construcción,
camareros, friegaplatos o pinches de cocina en restaurantes … eran sometidos
inicialmente a un proceso de observación al final del cual distintas mafias
como la Yakuza – muy infiltrada en los negocios surcoreanos – seleccionaban a
los más fuertes y con menos escrúpulos – si bien pocos escrúpulos podían
permitirse en su situación – para desempeñar sus nuevos trabajos de matones,
pistoleros o guardaespaldas de los “capos”. Como he dicho, para ello eran
antes entrenados en los gimnasios, donde aprendían a partir brazos, piernas o
cuellos, a estrangular, convertidos en expertos tiradores o manipuladores de
armas blancas para trabajos más “limpios”, sin ruido … y llevados finalmente
no pocos de ellos a arriesgar o dejarse el pellejo en los clandestinos
combates del “vale todo” con desenlace letal; seducidos por las bolsas casi
millonarias que las corporaciones del crimen les ofrecen a cambio de
sobrevivir o hacer perecer a su rival en una contienda desprovista de normas
y de límite temporal, con las únicas armas de sus puños, de sus brazos,
piernas y pies, de sus músculos endurecidos y desnudos, cuerpo a cuerpo, a
muerte … hasta esta antesala del infierno, en las más escabrosas tripas de
Seúl, bajo la normalizadora superficie de su dédalo de rascacielos y neones, selva
de asfalto y señales de tráfico, hormiguero humano de urbanitas que mostraba
en sus cotidianas evoluciones el funcionamiento de un reloj de alta
precisión, paradigma de la mejor organizada de las sociedades, hasta estas
ardientes entrañas de Plutón fueron conducidos, como estúpidos bóvidos
desorientados, como reses llevadas al matadero, los agentes del Federal Bureau of Investigation
Zacharias Hightower y Daniel di Lorenzo. La estúpida
pretensión del negro de que las frases aprendidas en coreano durante sus
pocos años de servicio militar como “maeu keun geo-meun-sek jungsa” al sur
del paralelo 38 le servirían para expresarse adecuadamente, y en especial
para entender todo lo que se hablase en esa lengua a su alrededor, pronto se
demostró la más pueril de sus equivocaciones: Beon Seok Kim les adjudicó un
intérprete ante los crecientes y cada vez más ininteligibles balbuceos del
“agente especial” en el idioma local. Un intérprete – por supuesto – bien
instruido para favorecer la confusión antes que la comprensión. Y con la
única compañía de este intérprete
en todo momento, Hightower y Di Lorenzo son cortésmente invitados por el dueño de uno de estos
establecimientos clandestinos, pues se le ha dicho que estos extranjeros son –
ellos mismos – propietarios de un gimnasio en Seúl en el que instruyen y
forman luchadores de artes marciales mixtas, algunos de los cuales pudieran
ser buenos candidatos para estos combates fatales. Zack y Danny
quedaron francamente impactados, impresionados por lo que vieron. Y en ellos
comenzó a operarse una transformación, una transfiguración de su ser más
íntimo por el que poco a poco fueron dejándose llevar, estimulados igualmente
por el consumo de distintos licores alcohólicos que favorecieron el proceso.
Se mostraron proclives a la corruptibilidad, a presenciar e incluso apostar
en una serie de combates a favor de los contendientes de su predilección.
Atónitos, subyugados, asistieron a los encuentros programados para aquella
primera noche del progresivo descenso a su averno particular. Fueron incluso
introducidos en los “camerinos” de los luchadores junto a otros apostantes
para calibrar, sin conocer sus auténticas dotes, su potencial fortaleza y vigor
en los desnudos músculos que recibían las últimas fricciones del masajista.
Contemplaron después las evoluciones de las parejas de combatientes desde
unas gradas que se alzaban en torno a un estrado ovoidal de madera desnuda,
pulida, a varios palmos del suelo de la pista del gimnasio; en el centro del
óvalo, un anónimo artista había dibujado, con crudo realismo en su brillo de
nácar, único y elocuente símbolo de la consumación de la lucha, una
descarnada y humana calavera … Yo pude ver, años después, sus dos calaveras:
grande y contundente la de Hightower, más pequeña y armoniosa la de su joven
compañero. Pude tocarlas, palparlas incluso, sentir en mis dedos el tacto
frío de la muerte que años antes habían recibido, y no de la más plácida de
las maneras. El oyabun Morimoto Kenzo, el hombre del que recibieron tan
violenta muerte, me permitió incluso fotografiarlas y pude conocer también,
tiempo después, que expertos en identificación forense del FBI – sus propios
compañeros – tras recibir fieles copias de las fotografías originales
realizadas por su verdugo, y cotejándolas minuciosamente con distintas
imágenes de las cabezas vivas de aquellos hombres, llegaron a la absoluta
conclusión de que aquellos cráneos eran, sin la más mínima duda, parte de los
restos mortales de los agentes Zacharias Hightower y Daniel di Lorenzo,
muertos en acto de servicio. |