KEN EL CHACAL

 

XV – Sin rumbo

 

 

Desde lo alto de la colina, oculto entre los árboles, Ken observa durante largo tiempo el rancho que se extiende por el pequeño valle. Después va descendiendo desde la vertiente opuesta, hacia el desarbolado donde lo espera Louis.

Louis es un joven vaquero que se ha asociado con Ken, harto de pasarse los días cuidando el ganado de otros. El Chacal, después de convencerlo con rapidez, se lo ha llevado con mucho gusto, porque el muchacho parece inocente pero al mismo tiempo muy bien dispuesto; no está, además, en busca y captura: esto significa que puede adentrarse en ciudades y pueblos y recoger información interesante que sirva para preparar algún atraco a un banco, o para asaltar una diligencia, o un rancho, o algún otro golpe que les permita, al menos, hacerse con provisiones cuando el hambre apriete. Por otra parte, son muchas las situaciones en las que conviene estar con otro, por ejemplo, cuando debe afrontarse a un adversario, o cuando se quiere preparar alguna emboscada, sobre todo cuando quiere atracarse un banco: siempre es necesario que uno se quede fuera, montando guardia. En cualquier caso, el muchacho tiene un buen culo y después de que los cazadores de recompensas hayan acabado con Hugh, a Ken le hace falta un culo donde meterla. Cuando se lo propone por primera vez, Louis se ruboriza visiblemente, tartamudeando un poco, por lo que Ken concluye que el muchacho debe ser virgen, lo que lo excita todavía más. Poco después, el chico se lo confirma: “Nunca he hecho eso.” Ken le sonríe socarronamente: “Siempre hay una primera vez.” Desvirgar al muchacho será, para el Chacal, muy excitante. Ken se dice que no puede estar buscando un burdel cada vez que se le pone dura.

No es una vida cómoda, esta de los forajidos: tienen que estar desplazándose casi continuamente, para evitar a los sheriffs y a los cazadores de recompensas, no es en verdad confortable estar siempre arriesgando el pellejo. Al muchacho, no obstante, este andar sin rumbo le gusta: tiene sólo veinte años y lo vive como una continua aventura. Ken, en cambio, tiene treinta, y está hasta los cojones de andar como vaca sin cencerro, continuamente tratando de escapar de todos esos cabrones que quieren cobrarse su pellejo. Le gustaría encontrar un lugar donde establecerse. Podría desplazarse hacia la costa atlántica, hacer su vida en el Este, donde con toda probabilidad nadie lo conoce, y por tanto ninguno va a perseguirlo; pero para poder vivir decentemente, sin perder la dignidad, le haría falta, incluso allí, tanto dinero, que esa posibilidad, por el momento, debe descartarla. Ken hará cualquier cosa antes que terminar mendigando un pedazo de pan o trabajar como un esclavo en una fábrica. Si tiene que pegarse un tiro en la cabeza, o en la boca, se lo pegará, pero nunca se convertirá en un paria o un proletario. De eso está completamente convencido. Podría, por otro lado, establecerse en México, pero nunca cerca de la frontera, donde continúa operando la banda del Diablo Loco, que ahora encabezan dos de los cabrones del Diablo, Maldito y Cuchillo, dos tipos muy peligrosos, y el Chacal sabe muy bien que, si lo atrapan, pagará muy cara su traición.

Descendiendo desde la colina, Ken ha llegado al desarbolado. Louis está sentado sobre unas rocas, mascando unas hojas de tabaco que extrae con sus dedos de una cajita de latón oxidado. Ken siente el nerviosismo del muchacho, cada vez que se le aproxima, desde que le propuso dejarse joder por el culo, y cuando le guiña un ojo acariciándose la verga de caballo por encima del pantalón, nota cómo la cara del joven vaquero se enciende en ardiente rubor. El cuerpo de Louis se tensa y adopta una postura de macho, escupiendo el tabaco masticado por la comisura de su boca contraída en una mueca que pretende aparentar dureza. Ken sonríe sarcástico pues sabe perfectamente que esa postura del muchacho es sólo apariencia. El Chacal sabe perfectamente que, antes o después, se cobrará el culo de su joven compañero, sabe que el muchacho lo sabe, pero por el momento Ken disfruta con el pensamiento de la anticipación. Por lo pronto, puede contenerse. Ken se sienta sobre las rocas al lado de Louis, mientras el muchacho sigue mascando tabaco, procurando mantener la compostura, disimular el nerviosismo que le produce la presencia de ese hombre, que se ha propuesto encularlo, le produce en proximidad. Los dos hombres observan por un momento cómo pastan sus caballos, después Ken le pregunta a Louis:

-            ¿Qué has visto?

-            Lo que te dije: el padre y sus dos hijos. Nadie más.

-            Cojonudo.

De vez en cuando, Ken y Louis asaltan alguna granja aislada, pero antes el muchacho explora el terreno. Se presenta, por ejemplo, como vaquero en busca de trabajo, discute su sueldo con el granjero mientras explora disimuladamente los alrededores, el número de personas que hay en la granja, simula después un desacuerdo con el sueldo ofrecido, y se va con la información obtenida. Normalmente, no consiguen un gran botín: los ganaderos no suelen guardar grandes sumas de dinero en sus casas, incluso cuando son ricos, pues prefieren poner sus ganancias a buen recaudo en las cajas fuertes de los bancos. Desde que Louis lo acompaña, Ken ha atracado dos bancos, pero a pesar del pañuelo que se pone para cubrir su rostro, sus facciones y su complexión son conocidas, así como su voz, y si se difunde la alarma de que el Chacal se encuentra haciendo de las suyas en un determinado territorio, un buen puñado de sheriffs y cazadores de recompensas se concentrarán allí como una manada mortal para cobrarse su cabeza. Aquellos que la obtengan, pueden hacerse ricos para siempre. Si, en cambio, asalta una granja aislada, apenas nadie le ve. O, para ser más precisos, aquellos que le ven no podrán ir luego por ahí diciendo que lo han visto.

Ken espera que, con este asalto, pueda obtener el dinero que necesita para llegar a Illinois: ha descubierto que Douglas Markus se ha desplazado a ese estado, a un pueblo no lejos de Springfield. Ha necesitado tres años para enterarse de dónde el cazador de recompensas ha encontrado su refugio – o cree haberlo encontrado – pero Ken no podía andar por ahí preguntándole a la gente hacia dónde se había dirigido aquel hijo de su puta madre, aquel maldito cabrón, que incluso se ha cambiado el nombre.

 

Cuando cae la noche, Ken y Louis se aproximan, desplazándose entre las sombras, hacia la granja. Atan sus caballos a unos árboles, a una cierta distancia. Los propietarios no esperaban, precisamente, visitas esta noche, por lo que la puerta no está atrancada. Abrirla no es difícil: Ken sabe bien cómo hacerlo. No, estos granjeros no se esperaban esta visita nocturna.

La casa está casi completamente a oscuras. Solo un poco de luz se filtra a través de las ventanas. Ken y Louis se deslizan sigilosamente, como serpientes. Desde una puerta entornada, pero no cerrada, se proyecta sobre el pasillo de listones de madera un halo tenue de luz. Los intrusos se aproximan, con sus pistolas preparadas, sin hacer ruido, sabiendo muy bien cómo caminar por el suelo que pisan.

Escuchan unos gemidos que no les dejan apenas duda: algunos están follando. ¿Los dos hermanos?  ¿El padre con uno de sus hijos?

Ken mira a través de la rendija: puede ver a dos hombres en la cama de matrimonio. Uno, joven, está enculando al otro, bastante maduro. El padre se está dejando joder por uno de sus hijos. Al lado de la cama, está el otro hijo que, con la verga empalmada, se está haciendo una paja. Probablemente espera su turno. Ken sonríe sarcástico, pero no le extraña lo que está viendo. Al atravesar el vestíbulo, pudo ver, sobre una mesa, la fotografía enmarcada de una mujer con un lazo negro y una pequeña vela encendida: es evidente que el granjero es viudo. Ken contrae la boca en una mueca maligna. Pronto su esposo y sus hijos la acompañarán en el cementerio. Encontrar a estos hombres así le parece perfecto: los tres en la misma estancia, cometiendo incesto; eliminarlos será un juego de niños.

Ken se vuelve hacia Louis, le sonríe, le hace una señal con el sombrero.

Después entra. Dispara dos veces: una a la cabeza del joven que está enculando a su padre, otra al corazón del que se está haciendo una paja. Ken es el mejor tirador del Oeste y los dos pasan del placer a la muerte sin apenas darse cuenta. El que estaba de pie, se corre mientras cae al suelo. También su hermano se ha corrido, en el culo del padre.

El hombre maduro se sacude. Grita:

-            ¡Paul!  ¡Brent!

Ken ríe.

-            Están muertos. No te preocupes. Pronto estarás con ellos.

El hombre se levanta de la cama, temblando, haciendo caer de lado el cadáver del hijo. Es un tipo corpulento, con el cuerpo cubierto de pelo, con una barba grisácea, casi parece un oso. Es un macho vigoroso, con la verga empalmada.

-            ¡Maldito asesino!

Ken le dispara tres veces, a la barriga. El granjero gime, apretando los dientes. Ken no quiere matarlo, todavía, porque le ha venido el deseo de follarse a este magnífico macho: lo hace a menudo con sus víctimas, incluso después de haberlos matado, pero si le dan a elegir, prefiere follárselos cuando están todavía vivos.

El hombre se lleva las manos al vientre y cae de rodillas. Masculla:

-            ¡Bastardo asqueroso!

A Ken no le importa que lo llamen bastardo, porque verdaderamente, es un bastardo. Se aproxima hacia el granjero y le da un rodillazo en la cara, haciéndolo caer sobre el suelo del dormitorio, mientras la sangre le desciende de la nariz y de un labio partido.

Ken lo agarra por los pelos que le cubren el corpulento cuello, lo empotra contra la cama, encima del cadáver del hijo. Se desprende de los pantalones. Su verga ya está dura: matar siempre se la pone dura.

-            Tú eres el asqueroso. ¿Te gusta que te la metan por el culo, eh, cabrón?  A ver si te gusta esta.

Se la clava con una embestida violenta, que arranca un grito de dolor al granjero: Ken tiene una verga de caballo y, cuando entra con violencia, el violado tiene la sensación de que le han metido un palo por el culo.

El Chacal se folla a su presa con gran energía, mientras el hombre muerde la almohada, sacude la cabeza, gime, lo maldice. Ken lo agarra por los cabellos, bloquea por un momento sus movimientos, le empotra la cabeza contra la cabecera de la cama. El granjero queda aturdido, murmura incoherencias. La grasa de su vientre ha acolchado en parte las tres balas que Ken le ha disparado pero el dolor en sus entrañas es profundo, y unido al dolor en su culo y en su cabeza lo deja en una especie de estado catatónico. No obstante, su corpulencia es tanta que a veces se sacude, desesperadamente, haciendo desequilibrar a Ken como un toro a un cowboy en un rodeo. Pero son solo momentos, luego queda como inerte, mientras Ken se lo folla. Le dice:

-            Te gusta mi verga más que las de tus hijos, ¿eh, asqueroso?!

Louis observa a Ken, con una mezcla de fascinación y temor. ¿Podrá él resistir … ESO?  Cuando llegue el momento, tendrá que ser con Ken lo más complaciente posible. Cualquier muestra de resistencia hará que El Chacal lo trate como está tratando ahora a este granjero. Tendrá que someterse. Procurar que Ken no sea, con él, violento. Sabe que poco a poco el momento se aproxima. Ken no puede demorarlo mucho más. Le gusta, eso sí, antes, coquetear con él. Louis siente, a veces, que Ken lo trata como a una chica que quiere conquistar. Eso le hace sentirse humillado. Pero no se atreve a presentarle reparos. Louis siente, no obstante, que su joven verga se le empalma debajo del pantalón vaquero. La fascinación por su compañero va imponiéndose poco a poco al temor. Por primera vez en su vida, la anticipación de ser enculado por la verga de un verdadero macho, de un hombre como El Chacal, lo excita. Sentirse “cortejado” por Ken, por un hombre como ese, de alguna manera despierta deseos reprimidos en su inconsciente. Louis no quiere dejarse llevar, no obstante, por esos pensamientos, y se concentra en el momento presente. Pero pensando en eso, Louis preferiría que Ken se lo follase ahora mismo, en este mismo momento, después haber matado a estos dos hombres, después de matar a este al que está, ahora, violando. La verga le pulsa por debajo de su pantalón. El muchacho, aspirando el olor acre del cuerpo de aquellos machos unidos en cópula violenta, casi boquea de excitación. Su erección es evidente. Se siente frustrado por no haber tenido tiempo para disparar, pero Ken es demasiado rápido. Espera, al menos, que Ken le deje acabar con el padre. Matar es hermoso.

Cuando ha terminado, Ken extrae su verga del cuerpo aturdido del granjero. Coge su pistola, pero Louis le pide:

-            Déjame que lo haga yo.

Ken asiente.

-            Me parece perfecto.

Louis introduce el cañón de su pistola en el culo del granjero y le dice:

-            A ver si esta verga te da también placer.

Lo folla un poco con el cañón. Dispara, después, tres veces. Al primer disparo, el granjero suelta un grito ahogado, de angustia, después su cuerpo permanece inerte. Louis extrae la pistola del agujero del culo del granjero y se queda por un momento contemplando los tres cadáveres desnudos. El joven tiene la cara congestionada y boquea como si le faltase la respiración. Ken lo observa, concentrándose en la erección que presiona contra su pantalón vaquero. La cara del muchacho es casi la de un adolescente, hasta ahora a Ken casi le ha parecido la cara de un inocente, pero en estos momentos hay algo diabólico en su joven rostro encendido. Ken sonríe, sarcásticamente. El Chacal comprende.

-            Yo voy buscando todo lo que tengan de valor. Tú te quedas aquí. Haz lo que quieras. Tómate tu tiempo, todavía es noche profunda.  

Mientras Ken desvalija la casa, Louis se desprende de los pantalones y encula el cadáver del padre. Se cuerpo se sacude. Se corre rápidamente. Extrae su verga cubierta de sangre, se la limpia con su pañuelo, después sale del dormitorio y ayuda a Ken en el desvalijamiento. Meten en un saco algunos candelabros de plata deslustrada y otros objetos de cierto valor, pero no mucho. También algún dinero que extraen de los cajones de los armarios, o de vasijas de porcelana. El botín es suficiente para llegar a Illinois, así que no tendrán necesidad de asaltar otras granjas.

 

 

Douglas Markus entra en su casa, en el pequeño rancho que se ha comprado hace tres años, cuando dejó su trabajo de cazador de recompensas. Podría haberse comprado una propiedad más grande y rentable, porque a lo largo de sus años en activo ha acumulado mucho dinero, pero ha preferido pasar inadvertido: sabe muy bien que Ken el Chacal quiere acabar con él, como venganza. Este pequeño rancho es perfecto para él: durante el invierno puede ocuparse de él casi él solo; en el verano contrata a dos muchachos para ayudarlo.

Douglas está completamente sudado: hace un calor horroroso, totalmente anómalo para este mes de septiembre. El año pasado, por esta época, vino una ola de frío; este año se cuece de calor. Para Douglas no es ningún problema; está acostumbrado a soportar bruscos cambios de temperatura: ha vivido siempre en territorios interiores de los Estados Unidos, donde en verano hace mucho calor, y en invierno uno se hiela.

Apenas entra en su casa, Douglas se despoja de su ropa: quiere darse un buen baño. Le gusta andar desnudo por la casa y por eso prefiere no tener no tener personal fijo. Mary McLinn viene cada dos días a hacer un poco de limpieza y le prepara alguna cosa en la cocina: la muchacha es buena cocinera, sabe que Douglas tiene buen estómago, así que le prepara platos contundentes, particularmente mucha carne de ternera, que le asa a la parrilla. Algunas veces, él mismo se prepara sus propios platos, condimentándolos a su gusto, pero por lo general es perezoso para la cocina. Podría, en cualquier caso, arreglárselas perfectamente solo.

En Illinois se siente casi seguro, porque sabe que está lo bastante lejos de los territorios en los que desempeñó su trabajo de cazarrecompensas, donde era especialmente valorado por los que lo contrataban, pero al mismo tiempo temido y odiado por muchos forajidos. Por estas tierras, a las que llegó hace casi tres años ya, cree que nadie lo conoce. Se ha cambiado, no obstante, por mayor seguridad, de nombre: ahora se hace llamar Jonathan O´Hara. Ken El Chacal no ha conseguido encontrarlo en estos casi tres años, por mucho que lo ha intentado, y Douglas se dice a sí mismo, con frecuencia, que ese cabrón ya nunca conseguirá cobrarse su piel. No obstante, no puede ocultarse que, pensando en ese hombre que quiere matarlo, a veces un desasosiego sordo se apodera de su mente. Su miedo, otras veces, es apenas consciente, y Douglas procura distraerlo, por ejemplo, cortando leña en su rancho para cuando llegue el invierno. Con su corpulento torso desnudo, Douglas se ejercita de esta forma físicamente hasta que el sudor impregna su peludo cuerpo, casi hasta extenuarse, para alejar al Chacal de su mente. Con el paso de estos casi tres años, no obstante, Douglas se ha ido relajando y sintiéndose cada vez más seguro; sintiendo cada vez más la seguridad de que aquí, en este pequeño rancho, sus años pasarán cada vez más tranquilamente, que aquí podrá hacerse viejo. “Ese cabrón nunca me encontrará.” Douglas se lo repetía a menudo, como un mantra, especialmente al principio, cuando no se sentía tan seguro; e incluso ahora se lo dice a veces, transcurrido todo este tiempo, porque hasta aquí llegan, de vez en cuando, noticias de ese bandido, lo que no es extraño, en absoluto, porque en el Oeste, Ken el Chacal es un mito: debe haber acabado con ocho o nueve sheriffs, además de con una docena de cazadores de recompensas. Cómo pueda estar todavía vivo, cómo pueda desplazarse por los Estados Unidos con tantos tipos tras su pista, para cobrarse su piel, es un auténtico misterio. El Chacal es un depredador que escapa, continuamente, de todas las trampas que le preparan. Douglas espera escuchar, uno de estos días, que han acabado con él. Ese día, se dice, irá a la cantina del pueblo más cercano, para emborracharse, para celebrarlo.

Douglas ha comenzado a llenar el barreño con el agua fría, que ha sacado del pozo, mientras otro caldero con agua se calienta en la chimenea. Regresa a la cocina y, mientras se pasa una mano por la peluda nuca y con la otra se rasca la raja del culo, se encuentra con Ken el Chacal enfrente de él, apuntándole con su pistola. Douglas se queda quieto, paralizado ante su asesino. Douglas balbucea, apenas, algunas incoherencias, como si amagara con querer platicar. Pronto comprende, no obstante, que su intento es patético. El cazador de recompensas sabe, muy bien, que su vida ha acabado, que nunca llegará a viejo, tranquilamente, en este pequeño rancho, donde Ken el Chacal lo ha encontrado, donde su asesino va a matarlo. Aunque no estuviese desnudo, incluso si estuviera armado, sabe que apenas contaría con ninguna posibilidad, porque Ken es un excelente, rapidísimo pistolero, el más rápido de todo el Oeste, posiblemente de todos los Estados Unidos. Douglas sabe muy bien que cualquier cosa que pudiera hacer, que pudiera decir, sería completamente inútil. Ken sólo quiere una cosa: acabar con él.

Douglas espera. La espera es breve. El disparo llega al mismo tiempo que el dolor, que explota en su torso corpulento. El disparo penetra, de pronto, por debajo del esternón, y el impacto es tan contundente que lo deja aturdido. Douglas se tambalea, pero haciendo un esfuerzo consigue permanecer en pie. Mira a su asesino, como si por un segundo no comprendiera, como si no pudiera asimilar lo que le está sucediendo, como con una pregunta en sus labios entreabiertos, quizás, “¿cómo lo has hecho?, ¿cómo me has encontrado?, ¿cómo has llegado hasta mí?”. Los dos disparos siguientes lo golpean más abajo, uno a la altura del ombligo, pero sin perforarlo; el otro por debajo de la barriga, penetrando en la carne por entre los pelos del pubis. El cuerpo de Douglas se propulsa hacia atrás, su espalda y su cabeza impactan contra la pared de madera, con un estruendo sordo que hace estremecer la estancia, a causa de su corpulencia. Douglas permanece, no obstante, de pie, pero está como atontado, su barriga se sacude, a intervalos, en espasmos, como si se abrasara por dentro, a causa de los disparos, que su grasa corporal apenas puede amortiguar. Después, poco a poco, su espalda se desliza por la pared hasta quedar sentado en el suelo, con sus corpulentas piernas entreabiertas. Por unos momentos, la habitación parece dar vueltas alrededor de sus ojos, ampliamente abiertos, después se detiene y Douglas recupera la lucidez. El olor intenso de su propia mierda le hace consciente de que ha perdido el control de sus esfínteres; no se sorprende al ver el chorro de orina que corre entre sus piernas, impregnando los listones de madera del suelo.

Ken prefiere no matarlo rápido. Sus disparos han sido precisos. Para Ken, matar es un placer.

Douglas mira a su asesino, boqueando. La sangre que le desciende de las heridas se mezcla con su orina. Douglas quiere que todo termine, lo más rápidamente posible, parece incluso musitar una plegaria, pero su asesino tiene otros planes.

Ken sonríe sarcásticamente, le coloca la punta de la pistola en la base de la gruesa verga, y dispara. Douglas aprieta los dientes, suelta un sordo gruñido. Cierra los ojos apretando los párpados, después los abre ampliamente, contemplando a su asesino, estremeciéndose.

Ken se ha desabotonado los pantalones, extrayendo de su bragueta una verga vigorosa, dura como una espada de acero. Se aproxima hacia su víctima, con una sonrisa sarcástica en el rostro. Se apoya con una mano en la pared de madera, doblando un poco las rodillas, de manera que la copiosa cabeza de su verga de caballo se encuentre a la altura de la cara de Douglas. Le agarra el corpulento cuello con sus poderosos dedos, comprimiéndolo, obligando a su víctima a abrir aún más ampliamente la boca. Le va introduciendo, poco a poco, ese bocado de carne magnífica. Le da un poco de tiempo para que sus labios lo envuelvan. Se da un poco de tiempo para apreciar el calor de la boca que la acoge, profundizando poco a poco. Aunque lo hubiese intentado, Douglas no tiene fuerza suficiente para morderla, por eso lo único que puede hacer es dejar que su asesino se lo folle por la boca, con embestidas cada vez más violentas, que le desgarran la garganta. El cazador de recompensas hiperventila, sus pectorales se estremecen, sus pulmones expelen angustiados silbidos, su cara se congestiona. Aunque hubiera sobrevivido a esto, Douglas hubiera perdido su voz para siempre, o apenas le hubiera quedado un pequeño hilo. Su cuerpo, mientras tanto, se abrasa en su agonía, sufriendo este último ultraje. Ken es vigoroso, su verga voluminosa, su energía inagotable. En algunos momentos, el magnífico miembro le corta completamente la respiración, y el cazador de recompensas se sumerge en una vorágine de dolor, mientras un vómito de sangre le asciende desde la tráquea. Después de una serie de embestidas muy violentas, el semen de su asesino inunda la boca de Douglas Markus, que se lo traga, tose, escupe algunos chorros, mezclados con su propia sangre. El coloreado calostro se le desprende por el mentón, sus ojos oscilan, su vista se nubla … es completamente consciente de que está muriendo, empalado por la boca por la verga de su asesino.

Ken se endereza y ahora lo mira, sonriendo con sarcasmo. Se vuelve a meter la verga de caballo en los confines de sus pantalones, que apenas pueden contenerla, todavía dura y palpitante. Se inclina sobre el cuerpo de su presa; desplaza una mano a lo largo de la espalda del hombre agonizante, y cuando llega abajo, introduce dos dedos en la peluda raja; después se los saca, sus yemas cubiertas por unas capas de mierda. El Chacal traza una cruz en el mentón del cazador de recompensas. Le traza otra cruz sobre el torso corpulento, a la altura del punto por donde penetró el primer disparo. Procede, entonces, trazándole una tercera cruz en la frente. A continuación, Ken le introduce los dedos en la boca. Douglas comprende. Débilmente, va lamiendo, en los dedos de su asesino, su propia mierda. Cuando su lengua pende flácida, Ken le da un golpe en la cabeza, y su víctima prosigue, hasta limpiárselos.

Ken levanta el cañón de su pistola, la apunta sobre la cruz que le ha trazado en el torso, y dispara. Douglas siente toda su boca inundada de sangre, que comienza a correrle por el mentón, cayéndole a chorros sobre el estómago. Douglas Markus, prácticamente, ya no puede ver nada, pero sigue mirando a su asesino, que le apunta con la pistola en la frente, precisamente en el punto donde le ha trazado la última cruz, y aprieta el gatillo. El dolor en su cabeza es muy violento, pero se apaga súbitamente.

Ken está satisfecho. Hace casi tres años que estaba buscando a este hijo de puta … al fin lo ha encontrado, y ha acabado con él.

Vuelve a sacarse la verga, todavía medio dura, de la bragueta. Aunque se ha corrido hace poco en la boca del cazador de recompensas, matar hombres lo excita, siempre. Espera durante un momento, en pie, después orina durante largo tiempo sobre la cabeza del muerto.

Se ha vengado, finalmente, de Douglas Markus; como se ha vengado de los Kimball, de Cortacarajos, del Diablo Loco. Ahora no tiene ningún motivo para permanecer en los Estados Unidos. Y tiene tantos motivos para escapar de este maldito país.

 

El Chacal sale del rancho de su presa y se reencuentra con Louis, que se ha quedado fuera, apostado entre los árboles en un puesto de vigilancia, dispuesto a dejar seco a cualquiera que viniera hacia el rancho en medio de la noche. Cuando ve llegar a Ken con su sonrisa de depredador, el muchacho comprende que no tiene que hacerle ninguna pregunta, porque es evidente que el Chacal ha acabado con el cazador de recompensas.

-            Ahora nos vamos a México, Louis, pero antes tenemos que conseguir unos cuantos dólares.

-            ¿En qué estás pensando, Ken?  ¿Atracamos un banco?  ¿Asaltamos una diligencia?

-            Podríamos hacer cualquiera de esas cosas, pero tengo otra idea. ¿Has oído hablar de los Doce Apóstoles?

-            ¿Quién no ha oído hablar de ellos, Ken?   Hace años que sheriffs y cazadores de recompensas quieren cobrarse las pieles de esos cabrones. Son las presas más codiciadas del Oeste … después del Chacal.

Ken sonríe, sarcásticamente. Sabe que por su cabeza han puesto una recompensa mucho más suculenta que por las doce de esos cabrones, porque ningún pistolero, en toda la historia del Oeste, ha dejado secos a tantos sheriffs, hasta el punto de que en los últimos meses las autoridades de esos estados han tenido que aumentar el sueldo ante la escasez de aspirantes para cubrir esos puestos. Por eso, las bandas de forajidos, como la de los Doce Apóstoles, han campado últimamente a sus anchas. También, por eso, los cazadores de recompensas han dejado de seguirle el rastro: son conscientes de que, aquellos que lo han encontrado, en lugar de los dólares que esperaban, han recibido una buena dosis de plomo y están ahora, como esos sheriffs, pudriéndose en los cementerios. Lo mismo ha sucedido con los Doce Apóstoles, precisamente por ese mismo motivo.

-            ¿Sabes, Louis?  Sé dónde se esconden esos cabrones.

-            Quieres … que los cacemos … nosotros.

Ken nota el miedo en la voz del muchacho, aunque procura disimularlo. Lo tranquiliza:

-            No … no exactamente. Mira, tú los denuncias. Llevas al sheriff y a su cuadrilla a la madriguera de esos cabrones, te embolsas la recompensa. Con ese dinero tenemos los dos para vivir en México durante un buen tiempo. Aquí, en los Estados Unidos, no podemos pensar en quedarnos mucho tiempo. En este puto país … yo no puedo vivir.

Louis no se esperaba esta propuesta de Ken. La idea de ganar un buen puñado de dólares, sin correr demasiado riesgo, y después irse a vivir a México, la verdad es que no le suena nada mal; y por supuesto no tiene ningún escrúpulo en denunciar a esos cabrones de los Doce Apóstoles.

-            Me parece una buena idea, Ken.

-            Entonces, nos vamos al Colorado. Los Apóstoles se esconden en el Monte del Águila.

-            Eso lo sabe todo el mundo. Pero tú sabes cómo llegar hasta su madriguera, supongo.

-            Sí … sé cómo hacerlo.

 

Por lo tanto, después de desvalijar el rancho del cazador de recompensas, metiendo en sus sacos todo lo que les parece de valor, Ken y Louis montan en sus caballos y ponen rumbo al Colorado. El viaje transcurre sin apenas incidentes, aparte de encontrarse con algunos forajidos de la competencia que reconocen al Chacal, lo que por supuesto les cuesta la vida, pues Ken ni siquiera les da la opción de unirse a ellos. “Mientras menos   cabrones que quieren joderme deje detrás de mi culo, mejor,” piensa el bandido. 

Llegan, finalmente, al Monte del Águila. Ken le dice a Louis:

-            A partir de aquí, mucho cuidado, porque esos cabrones controlan todo este territorio. Durante todo el tiempo que viví con ellos, fui observándolos, aprendiendo sus movimientos, los lugares en los que se colocaban para vigilar el territorio; pero han pasado cinco años desde entonces, por lo que seguramente habrán hecho algunos cambios. 

Desplazándose, por tanto, con mucha cautela, el forajido y su joven compañero llegan finalmente al valle donde se abre el pasadizo que conduce a la cueva donde se esconden los Doce Apóstoles. Después de atravesar un serpenteante camino flanqueado de paredes rocosas, Ken le indica al muchacho una pared oculta entre la vegetación. Le susurra:

-            A la derecha de aquellos árboles se abre una hendidura entre las rocas: ese es el único camino para llegar a las barracas donde viven esos cabrones. Por la noche no ponen centinela … están convencidos de que nadie conoce este pasadizo.

Ken observa a Louis mientras el muchacho memoriza el lugar y el recorrido que tiene que realizar para llegar hasta la madriguera de los Doce Apóstoles. El bandido, al principio, no confiaba demasiado en la perspicacia de Louis, por la juventud del muchacho y ciertos rasgos de inocencia que creía haber apreciado en su carácter, pero con el tiempo se fue dando cuenta de que el chico es bastante inteligente, con una memoria, además, estupenda.

-            ¿Estás seguro de que lo has memorizado todo?

-            Estoy seguro, Ken.

-            Entonces, vamos, salgamos de aquí.

En el camino de regreso, Ken y Louis van acordando todos los detalles para reencontrarse una vez que Louis se haya embolsado la recompensa.

Ken mira al muchacho, le dice, secamente:

-            Espero que no cometas ninguna tontería.

-            No sé qué quieres decir, Ken.

Ken le sonríe, sarcásticamente:

-            Sí, creo que lo sabes. Eres un chico inteligente.

Louis se estremece, pero procura mantener la compostura. Controla un leve tartamudeo en su voz cuando responde:

-            Sabes que puedes confiar en mí, Ken. Estamos juntos en esto.

-            Eso espero, Louis. Cuando estemos en México, lo celebraremos.

Ken le guiña un ojo al muchacho, que vuelve a estremecerse, levemente, apretando un poco el culo sobre la silla de su caballo.

 

En el pequeño valle que serpentea entre las paredes rocosas, hay cinco barracas de madera, donde duermen los bandidos. Hay también un cobertizo, donde tienen atados sus caballos.

Los once hombres que en este momento componen la banda – a pesar de su nombre – duermen profundamente, y desde algunas barracas se escucha una especie de concierto desacompasado de ronquidos. No se imaginan que alguien pueda haber revelado al sheriff Mc Quayle su paradero y que este haya contratado a una cuadrilla para eliminarlos.

Los hombres que se introducen a través de la hendidura, se mueven en silencio. El sheriff Mc Quayle los encabeza, con una mano agarrando una pistola y la otra un plano preciso que ha dibujado a partir de las explicaciones de Louis. Mc Quayle es un hombre fuerte, corpulento, casi ya en la cincuentena, un hombre valiente que nunca ha temido a estos cabrones de los Doce Apóstoles, que desde que tomó posesión de su puesto ha jurado acabar con estas alimañas. Detrás de su corpulenta figura, sus ayudantes llevan entre sus brazos troncos de leña que han traído en sus caballos desde el pueblo, que colocan, procurando hacer el menor ruido posible, alrededor de las barracas. A continuación, el sheriff y sus hombres se apostan entre los árboles, de tal manera que puedan controlar todas las puertas y ventanas de las barracas; mientras uno de ellos va encendiendo poco a poco, con una pequeña tea, el fuego en los lugares donde han colocado la leña. Las llamas van creciendo y propagándose: al principio son sólo pequeños puntos ardientes, pero que en poco tiempo se convierten en hogueras que circundan las barracas de madera. Hace muchos días que no llueve por estas tierras, y la madera seca de las barracas absorbe el fuego como si fuera yesca.

Las llamas iluminan el pequeño campamento de los bandidos, convirtiendo la oscuridad de la noche en un día de sol ardiente.

Por unos momentos, ninguno de los Apóstoles parece darse cuenta de lo que está sucediendo. Pero después de unos minutos, el humo, el calor y el crepitar de las llamas que devoran los troncos de leña colocados alrededor de sus barracas, perturban el profundo sueño de los durmientes.

Will es el primero en despertarse. Aturdido todavía por el sueño, mira las llamas, sin comprender. Le hace falta un momento para darse cuenta de lo que está sucediendo. Se levanta dando un salto, gritando:

-            ¡Mierda!  ¡La barraca está ardiendo!

Steve y Paul, que estaban roncando abrazados en el camastro de paja al lado del suyo, después de haber follado durante casi toda la noche, se despiertan con un sobresalto.

-            ¡Joder!  ¡Me cago en Dios!

Salen los tres por la puerta, corriendo, sin perder tiempo en ponerse sus ropas. Cuentan con coger los cubos que tienen colocados debajo del cobertizo de los caballos, llenarlos rápidamente con agua de un pozo del que se abastecen, y apagar apresuradamente el incendio. A la luz de las llamas, no obstante, los tres cuerpos desnudos son un blanco perfecto: una docena de disparos les salen al encuentro. Caen los tres a tierra. Steve y Will ya están muertos, Paul está agonizando. Los tres tienen los ojos muy abiertos, como si la muerte les hubiera cogido por sorpresa. Como si no pudieran entender lo que les ha sucedido.

Los gritos y los disparos han despertado también a los otros. Bart se asoma a la puerta para ver lo que está sucediendo: siente entonces los disparos que lo traspasan, perforando su carne desnuda desde el pecho corpulento hasta la gruesa verga tiesa. Cae pesadamente hacia atrás, empujando hacia dentro la puerta entreabierta. En sus ojos abiertos hay también una mirada de incomprensión. Sus compañeros, no obstante, han comprendido.

-            ¡Mierda!  ¡Nos han descubierto!

-            ¡Estamos jodidos!

Las barracas arden rápidamente. Es evidente que los supervivientes no van a poder resistir mucho tiempo. Minuto a minuto el calor se hace más fuerte y el humo más denso.

En las barracas no pueden quedarse, pero fuera de ellas les espera la muerte. Poco a poco van saliendo todos, sus asaltantes ven perfectamente sus cuerpos desnudos a la luz de las llamas, mientras ellos sólo tienen delante la muralla oscura de la noche, de la muerte. Los que aún quedan dentro disparan impotentemente desde las puertas o desde las ventanas, aunque son perfectamente conscientes de que no les sirve de nada. Danny, que se asoma para disparar, recibe en la cara una balacera, que se la descompone en una masa  sangrienta, y su cuerpo cae al instante hacia atrás, pataleando sobre el suelo de madera de la barraca, hasta que queda inmóvil. Era el más joven, el último que se había incorporado a la banda; apenas ha durado unos pocos meses.

Leroy procura escapar por la ventana, pero su corpulencia y aturdimiento, así como la estrechez del vano, hacen sus movimientos lentos: antes de que pise tierra, dos disparos lo traspasan. Es un negro magnífico, un luchador en competiciones de ferias, que uno de los ojeadores de los Apóstoles captó para ingresar en la banda. El negro suelta un berrido bestial, llevándose las manos al vientre, blasfemando, quedando por un momento sentado sobre el vano de la ventana, su gruesa verga medio empalmada. Después se va debilitando, sus ojos oscilan, y se desprende hacia el suelo.  

Unos tras otro, todos los Apóstoles van cayendo; como alimañas cercadas por el humo y el fuego van saliendo de sus madrigueras y, apenas han salido, los proyectiles de sus cazadores los traspasan. Los últimos que quedan son Silas y Zeke, porque el fuego en su barraca ha prendido más lentamente. Silas dice a su compañero:

-            No les demos a esos cabrones la satisfacción de acabar con nosotros.

-            No te entiendo, Silas. ¿Quieres que nos quememos vivos?

Silas sacude la cabeza.

-            No. Todavía tenemos nuestras pistolas.

Zeke sonríe, tristemente, y asiente.

-            Tienes razón … pero … deja que lo haga yo, Silas.

Silas ríe, también melancólicamente, sacudiendo la cabeza. Conoce bien a Zeke, el hombre del que todavía tiene el calostro en el culo.

-            Siempre me has dicho que te gusta matar …

-            Lo sabes muy bien.

Silas asiente. Arroja al suelo su pistola. Se acaricia la verga, mirando a Zeke, hasta que empalma completamente. El humo está invadiendo la barraca. Los dos hombres tosen. Zeke se inclina hacia el suelo, coge la pistola que Silas ha arrojado, apunta el cañón contra el pecho corpulento de su compañero. Silas mira a Zeke, hiperventilando un poco, mientras sigue acariciándose la verga hasta que su cabeza percute, palpitante, contra su vientre.

-            Hazlo cuando me esté corriendo.

-            Vale, pero acelera, no tenemos tiempo.

Zeke tose. Silas ríe, y acelera el ritmo.

El humo les quema los ojos y aturde un poco sus mentes. Silas se arrodilla, porque en esa posición el humo llega menos densamente a sus ojos. Siente que el placer va creciendo y finalmente explota, sacudiendo todo su cuerpo. Un chorro de calostro se propulsa hacia arriba y entonces, Zeke dispara. El proyectil atraviesa el corazón del bandido, que cae pesadamente hacia atrás, mientras chorros de calostro le siguen saliendo de la cabeza violácea de su verga empalmada.

Zeke mira el cadáver de su compañero. Sonríe, se apunta la pistola en la sien, y aprieta otra vez el gatillo. Cae sobre el cuerpo de Silas, se estremece por un momento, como queriendo abrazarlo, después queda inmóvil.

 

Las llamas han devorado las cinco barracas. En tierra yacen los cuerpos de siete bandidos: los de Danny, Bart, Silas y Zeke, están abrasados, entre los restos carbonizados de las barracas. Will, Steve, Paul y Leroy están al otro lado del perímetro de madera quemada. Los hombres del sheriff inspeccionan los cuerpos: Paul y Leroy están todavía vivos, aunque agonizando, pero para asegurarse sus cazadores les introducen los cañones de las pistolas en la boca, y aprietan el gatillo sucesivas veces, destrozando los cráneos de estos bandidos, uno después de otro, dejando sobre el suelo sus masas encefálicas, descompuestas en charcos de sangre. “Estos cabrones están acabados,” sonríe el sheriff Mc Quayle, satisfecho. A continuación, sus cazadores orinan sobre sus cadáveres desnudos, haciendo bromas sobre cuál de estos cabrones tiene la verga y los huevos más gordos. “El negro,” dice un tal Sweeney, que pertenece al Ku Klux Klan, “tiene una verga y unos huevos de toro … es asqueroso!”  El sheriff Mc Quayle se queda mirando a Sweeney, y le dice:

-            Puedes castrarlo, si quieres.

Sweeney sonríe, sarcásticamente. Saca un cuchillo de su cinturón, se inclina sobre el corpulento cadáver de Leroy, y le corta concienzudamente la verga y los huevos, metiendo el extirpado paquete, a continuación, en una bolsa de cuero. “Tenía ganas de hacer esto desde que supe que este gorila se había unido a los Apóstoles. Clavaré sus partes monstruosas sobre el cartel con su retrato y la recompensa que hay en la plaza del pueblo. Así sabrán esos malditos negros que quieran imitarlo, a qué atenerse.”

-            “Era un negro estúpido, como todos.” – dice el sheriff Mc Quayle, sonriendo con sorna – “podría haber continuado con su carrera como luchador … Al menos sus amos le daban bastante comida para llenar bien su negra barriga.”  

Al final, los castran a casi todos, con excepción de los que están abrasados. Mc Quayle va metiendo los despojos en una bolsa de cuero. Los clavarán respectivamente en los palos en los que están colocados los retratos con sus recompensas. “Así todos sabrán que Los Doce Apóstoles están ya – si eso existe – en el Infierno,” se dice el sheriff que ha acabado con ellos, satisfecho, sabiendo que pasará a la historia del Oeste.

Mc Quayle da instrucciones a sus hombres para que vayan acopiando los cadáveres. Estos desatan los caballos de los bandidos para transportar los cuerpos, pero uno de ellos observa:

-            No podemos ponerlos atravesados sobre las sillas. El pasadizo es demasiado estrecho.

-            Tienes razón.   

Les atan los pies y pasan las cuerdas por las sillas de sus caballos, que van arrastrando los cadáveres a lo largo del serpenteante pasadizo, entre las paredes de roca. Cuando han salido del valle, cargan los cuerpos sobre los caballos, poniéndolos atravesados en las sillas; sacan los suyos y se montan en ellos, poniendo rumbo hacia el pueblo.

Los cadáveres desnudos y castrados – algunos abrasados – de los Apóstoles cuelgan de horcas a la entrada del pueblo, como advertencia para todos aquellos que piensen en imitarlos. Son, contándolos todos, ocho. La banda siempre se ha llamado los Doce Apóstoles, porque esa era la cantidad de integrantes al principio, pero a lo largo de los años su número ha ido variando, unas veces aumentando, otras veces decreciendo. Ahora estos bandidos han sido completamente aniquilados, para siempre. No volverá a hablarse de los Doce Apóstoles en el Oeste, a no ser en pasado.  

 

Una semana más tarde, Louis se presenta en el lugar donde Ken lo espera. El Chacal no aparece durante unos momentos, prudente, pero cuando está seguro de que no hay ningún otro tipo en las proximidades, se acerca hacia el muchacho. Louis le sonríe. Le dice:

-            Aquí está la bolsa con la recompensa. Como ves, soy un hombre de palabra, Ken.

Ken le devuelve la sonrisa, pasándose la lengua por los labios.

-            Eres un chico inteligente, Louis.

-            Soy un hombre, Ken.

Ken sigue sonriendo, socarronamente.

-            Entonces, creo que ya estás preparado … para todo.

El muchacho, una vez más, se ruboriza. Pero sigue sonriendo, impostando un poco una hombría que aún no ha completamente alcanzado.

El viaje desde el Colorado a la frontera mexicana les lleva varios días, pero Ken y Louis están ya acostumbrados a estas largas jornadas a través de áridas tierras. Cuando avistan un pueblo, o una pequeña ciudad, dan un largo rodeo, evitando las zonas habitadas. La vista de lince de Ken pone particular atención, también, a posibles destacamentos militares, más frecuentes a medida que se aproximan a la frontera. También estos, por supuesto, los evitan, alejándose todo lo posible.

Llegan, finalmente, al sur de Arizona. Desde allí, Ken tiene intención de meterse en México. Pero tiene que tener todavía mucho cuidado con la zona en la que todavía opera la banda del Diablo Loco, desplazándose cada vez más hacia el sur, donde nadie lo conoce.

 

Traducción – adaptación en español de Carlos Hidalgo.  

 

 

 

 

 

 

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