Godefroi observa la pradera que se extiende ante él. Desde la colina en la que se encuentra, su mirada recorre todo el espacio hasta el río, aún cubierto por la niebla de la mañana. Más allá del río se alzan las inmensas montañas que, formando una larga cordillera, delimitan la parte meridional del ducado. El sol está saliendo, demasiado pronto para que Godefroi tenga una mínima esperanza de salvación.

 Los cazadores han salido del castillo, con toda seguridad antes del amanecer, y ahora están sobre sus pasos. A caballo, guiados por los perros, no tardarán mucho tiempo en recorrer la carretera que él ha seguido durante la noche y a cada minuto que pasa la distancia que lo separa de sus asesinos disminuye. Mucho antes de que la jornada haya llegado a su mitad, Godefroi encontrará la muerte.

 Godefroi ha intentado confundir sus propias huellas, regresando sobre sus pasos y caminando durante un largo trecho primero a lo largo de un arroyo, chapoteando en él con el agua hasta las rodillas, después a lo largo de otro, pero sabe muy bien que ha sido un esfuerzo inútil: aunque hubiera conseguido de verdad borrar sus pasos, aunque hubiese ganado un día, y eso seguramente no ha sucedido, ¿de qué serviría?  No tiene un lugar a donde ir, no puede refugiarse en una casa amiga: quien lo acogiese, sufriría una muerte atroz, advertencia terrible para todos aquellos que no estén dispuestos a obedecer ciegamente al nuevo señor. Es posible que haya unos cuantos dispuestos a correr el riesgo, pero ¿qué sentido tiene llevarlos a su ruina y muerte, a cambio de unas pocas horas de vida?

 Por eso Godefroi ha tomado el sendero que a través del bosque conduce a las altas montañas. Hubiera podido esconderse entre los árboles: pero incluso si los perros no lo hubieran encontrado, ¿qué hubiera podido hacer? ¿Vivir cazando con sus propias manos?  ¿Sobrevivir algunos días a duras penas, prolongando la caza y la diversión de sus perseguidores?  Su vida ha terminado, Godefroi lo sabe muy bien. Su primo, el nuevo duque, ha decidido desembarazarse de él de una manera que le parece muy placentera: una bonita caza del hombre. Y así lo ha llevado hasta aquel páramo aislado, a cuatro días de camino de la capital. Y ayer al atardecer lo ha liberado, dejándolo desnudo e inerme en la carretera. Hubiera podido hacerlo degollar en el castillo, pero al nuevo duque le encanta divertirse, le encanta la caza.

 Godefroi conoce bien al nuevo duque, ha sido uno de sus compañeros en el campo de batalla. Admira su fuerza y su valor, pero conoce su fiereza, el placer cruel que saborea en la humillación y el sufrimiento de sus víctimas. No por casualidad su tío ha nombrado a Godefroi como heredero. Pero el tío ha muerto y el primo Gui, con el apoyo de algunos nobles, se ha adueñado del trono y ha hecho prisionero a Godefroi. No ha habido reacción del pueblo, acostumbrado a obedecer al que tiene el poder. Un primo en lugar de otro: tan sólo un asunto de familia. Y dentro de poco, cuando el heredero legítimo sea un cadáver despedazado por los hombres y los perros, una masa de carne irreconocible, Gui ya no tendrá a nadie que pueda disputarle el título de duque.

 Godefroi ha alcanzado el río. ¿Qué puede hacer ahora? No puede salvarse y el fin que le espera no será indoloro, ni rápido. Entra en el río. El agua, que proviene de las vecinas montañas, está muy fría, aunque es verano.

 Camina, remontando el curso del río. Probablemente lo buscarán primero por el valle, porque en el monte no hay asentamientos, aparte de una pequeña aldea y el pabellón de caza del conde Herbert de Hautlieu, uno de los traidores que ha ayudado a Gui a usurpar el poder.

 Godefroi tiene veinticinco años y su cuerpo rechaza la masacre que el primo quiere hacer con él. De todas las maneras intenta retardar la agonía inevitable, incluso sabiendo que, aunque consiguiera burlar el olfato depredador de sus perseguidores – y esto es imposible – moririría de hambre y de frío, en las montañas.

 Camina durante otras dos horas a través del agua que a trechos le llega hasta el vientre. Evita con cuidado tocar la tierra o los guijarros, para no dejar una huella que los perros pudieran seguir. A medida que avanza, el recorrido se vuelve más difícil, porque el valle remonta y la corriente del río es cada vez más impetuosa. Godefroi está cansado, no ha pegado ojo en toda la noche, no se ha detenido un solo instante, y ahora le parece que no siente las piernas, inmersas en el agua fría.

 No está lejos del pabellón de caza. Deberá salir del río y entrar en el bosque, porque desde la cabaña o desde la aldea podrían verlo. Si las pocas millas que ha recorrido son suficientes para garantizarle alguna hora de respiro, bien, de otro modo el fin llegará muy rápido.

 Sale del agua. Las piernas no lo sostienen. Se esconde entre los árboles. Debe descansar un momento. Se tiende. Un cansancio infinito se apodera de él. No debe dormir, porque si se adormeciese …

 Godefroi se sobresalta. El hombre está ante él. Se ha acercado en perfecto silencio, probablemente lo ha visto mientras salía del río. Godefroi sabe que es el guarda del pabellón de caza, un hombre del conde Herbert. Lo conoce de cuando ha venido a cazar a las montañas. Está armado. La fuga ha terminado.

-            Duque, ¿qué hacéis?

 El hombre lo ha reconocido también. No queda ninguna esperanza.

 Godefroi se sienta. No responde, pero el hombre ha comprendido.

-            ¿Habéis conseguido escapar?

 Godefroi sacude la cabeza.

-            No, me han liberado. Para una caza del hombre. Como las que le gustan al nuevo duque.

¿De qué serviría mentir?

 El hombre asiente.

-            ¿Sabéis a qué distancia están?

 Godefroi se encoge de hombros.

-            No lo sé, he caminado a lo largo del río, para hacerles perder mis huellas. Pero es cuestión de poco tiempo. Antes o después me encontrarán.

 El hombre reflexiona un instante.

-            Necesito un poco de tiempo para prepararlo todo. Os llevaré hasta un lugar escondido, no lejos de aquí. De esta forma, aunque lleguen, los perros no os encontrarán al instante.

 El hombre lo levanta y lo toma en sus brazos, sin esfuerzo. Godefroi lo mira incrédulo, pero lo deja hacer. ¿Qué sentido tendría oponerse?  El hombre comienza a moverse a lo largo de la ladera. Godefroi lo observa: tiene algunos años más que él, un rostro de rasgos fuertes, una nariz aquilina y una espesa barba castaña, como el cabello y los ojos.

 El hombre lo posa en tierra, entre la densa vegetación.

-            Quedaos aquí, sin haceros ver y sin hablar. Preparo todo lo necesario y vuelvo con vos.

 Godefroi rompe el silencio:

-            Es una locura. Si de verdad intentas ayudarme, morirás. Sabes que el nuevo duque y tu señor son uña y carne. Piensa bien lo que estás haciendo. Es mejor que me entregues a ellos. Si no quieres entregarme, si quieres hacerme un favor, mátame ahora.

 El hombre sacude la cabeza enérgicamente.

-            Si conseguimos alejarnos antes de que lleguen, nadie os prenderá. Hasta pronto.

 Godefroi se queda solo. ¿Este hombre pretende de verdad ayudarlo?  No es posible, está al servicio del conde Herbert. Sin embargo parece un hombre sincero. Y estaba armado, si hubiese querido capturarlo, no habría tenido ninguna dificultad. ¿Pero por qué absurda razón este hombre preferiría la muerte a una recompensa?

 Se tiende en el suelo y mientras en su cabeza todavía dan vueltas las preguntas, se va adormeciendo.

 Alguien lo sacude. Es el hombre, inclinado sobre él. Le entrega un traje, le da unas botas.

-            Vestíos y marchemos. No hemos llegado todavía. Podemos conseguirlo.

Se viste. El hombre tiene dos caballos. Llevan dos alforjas, que contienen provisiones. El hombre le entrega una espada y un puñal. Después los dos salen a caballo y el hombre espolea el suyo hacia el río: lo atraviesan y comienzan a remontarlo a lo largo de la ladera, atravesando la espesura del bosque.

 Godefroi se pregunta incrédulo si es verdad lo que está sucediendo. Hace poco tiempo estaba desnudo, sin ninguna posibilidad de escapar de los perros y de sus perseguidores. Ahora está vestido, a caballo, armado, con la ayuda de un guía experto, con provisiones. Cabalgan durante largo tiempo, primero al trote, después al paso. Cuando llegan a cierto punto el hombre se detiene y desmonta.

-            Veamos cuál es la situación. En la alforja que cuelga de vuestra silla tenéis agua y comida. Es mejor que aprovechéis este momento para reponeros un poco.

 El hombre trepa a una roca que constituye un buen punto de observación. Regresa poco después. Godefroi ha comido y bebido. Se siente mejor.

-            Todo tranquilo, por ahora.

El hombre repite la operación por segunda vez, pero es sólo a la tercera cuando dice:

-            Han llegado a la cabaña. Les hemos sacado una buena ventaja. No nos alcanzarán fácilmente.

 Godefroi lo mira y la pregunta le viene a los labios:

-            ¿Cómo te llamas?

-            Charles, mi señor.

-            Gracias, Charles. Has cometido una locura, pero te doy las gracias.

 

Reemprenden su viaje y el bosque comienza a volverse menos espeso. Cabalgan ahora entre unos pocos árboles, penetrando en un pequeño valle que parece adentrarse en el corazón de aquellas montañas. Son ya varias horas desde que comenzaran el viaje, el sol está descendiendo por el oeste. Charles espolea los caballos, tiene en mente un punto preciso al que quiere llegar.

 Cuando llegan a la colina, Godefroi ve abrirse otro valle, poco profundo, pero Charles no desciende hacia el torrente que fluye por el fondo. Conduce al caballo por un estrecho sendero que asciende por la pendiente de la montaña.

 Poco a poco la pendiente se va volviendo más escarpada y el sendero es ya apenas un tajo en la roca. A sus pies se abre un abismo. El aire es cada vez más frío, porque ya están en las cotas más altas y el sol ha desaparecido, aunque el cielo está todavía claro. Godefroi se envuelve en la manta que Charles le ofrece.

 Prosiguen aún, a medida que va oscureciendo. En poco tiempo deberán detenerse y está claro que nadie podrá seguirlos a lo largo de aquel sendero por la noche.

 Apenas se ve cuando llegan a un punto en el que el sendero se ensancha y ante ellos se abre una caverna.

-            Esperad aquí, duque, pero debéis bajar del caballo y tener las armas preparadas. Voy a comprobar que todo está bien. Algún oso podría haber hecho su guarida en esta cueva.

 Charles enciende una antorcha y entra en la gruta.  Reaparece algunos minutos después.

-            Todo perfecto, podemos entrar.

Meten también los caballos. Es una caverna espaciosa y Godefroi se sorprende al ver gran cantidad de leña acumulada a lo largo de una de las paredes.

-            Usamos esta gruta cuando cazamos en alta montaña, duque. Cerca de aquí hay un manantial, es un lugar ideal para descansar.

-            ¿Por qué me llamas duque todavía?  El duque es mi primo. ¿Y por qué me quieres salvar, poniendo en peligro tu vida?

-            Porque el difunto duque os había elegido a vos como su heredero. Y vos sois el duque para mí.

Charles no dice nada más. Prepara una hoguera y cuece un poco de carne. De las alforjas saca unas hogazas de pan. Comen y beben, después Charles dice:

-            Echaos a dormir. Yo mantendré el fuego encendido. Hay bestias salvajes por estos lugares.

Godefroi asiente.

-            Llámame para mi turno de guardia.

Se tiende. Todo le parece irreal, como si estuviese viviendo un sueño. Observa el perfil poderoso de Charles a la luz de las llamas. Sonríe y se adormece.

 

-            Despertad, duque.

Godefroi abre los ojos. El fuego está agotado, pero hay una débil luz que proviene de la entrada.

-            ¡No me has llamado!  ¿Has velado toda la noche?!

-            Teníais necesidad de dormir, duque. Comed. Debemos partir enseguida.

 Godefroi come rápidamente lo que Charles le ha preparado y en un instante están fuera. El sendero vuelve a estrecharse cada vez más y deben bajar de los caballos y guiar a los animales, paso a paso, hasta que llegan a una cresta. Desde aquí Charles observa con atención el valle a sus espaldas, pero no hay rastro de sus perseguidores.

 Descienden rápidamente a lo largo de la pendiente, para después remontar otra. Pasan todo el día desplazándose entre crestas y valles, ganando altitud. Comienzan a pisar la nieve. A menudo, antes de superar una colina, Charles mira hacia atrás, pero sus perseguidores no aparecen por ningún lado.

 En una ocasión Godefroi interviene:

-            No desistirán tan fácilmente. Mi primo no es de los que se ablandan.

 Charles sonríe.

-            Tampoco lo es el conde Herbert. Pero en dos jornadas más estaremos en el principado de Bernons, no nos seguirán hasta allí.

-            ¿No crees que puedan alcanzarnos antes?

-            Tal vez. Veremos.

 Por la noche Godefroi hace el primer turno de guardia.  Charles está seguro de que sus perseguidores no podrán alcanzarlos antes del anochecer, pero aquellas montañas inhóspitas están llenas de bestias salvajes. Es mejor que uno vele mientras el otro duerme.

 Godefroi piensa. A lo largo de la jornada ha meditado mucho. Charles es hombre de pocas palabras y en cualquier caso no tienen muchas ocasiones para hablar, porque están siempre en movimiento: una presa no puede detenerse cuando tiene a los cazadores pisándole los talones. Y a menudo tampoco tienen posibilidad de cabalgar lado a lado.

 Godefroi recuerda la mañana del primer día, cuando estaba seguro de haber llegado a su fin. Piensa en Charles, este hombre fuerte y silencioso que le ha visto dos veces en toda su existencia y ahora está arriesgando su vida para salvarlo.

 El día siguiente transcurre del mismo modo, pero por la noche, desde lo alto de una colina, Charles ve a sus perseguidores. Los cazadores están todavía a mucha distancia, pero no han renunciado.

 Charles asiente, sin decir nada.

 Aquella noche, entre las moles de las montañas donde se han detenido, Godefroi observa a Charles. Siente la necesidad de hablarle. Mañana podrían alcanzarlos, mañana podrían estar muertos y él quiere darle las gracias.

-            Gracias por todo lo que estás haciendo, Charles.

 Charles lo mira fijamente.

-            La lealtad al señor está por encima de cualquier otra cosa.

-            Yo no soy ya un señor, sólo una presa perseguida por los cazadores. Y ahora lo eres tú también.

 Charles sonríe.

-            Hay presas que es muy peligroso cazar.

 Godofrei, de pronto, le pone la mano en el brazo.

-            Gracias, Charles.

 Se quedan mirándose por un instante. Su mirada fija en los ojos de Charles, la mano en el brazo de su guía, Godefroi se siente turbado, no sabría decir por qué. O quizás sabe por qué, pero prefiere no admitirlo. No es ahora el momento. Tal vez el momento no llegará nunca.

 

 El duque Gui está sentado junto al fuego. Saborea con anticipación la conclusión de la caza. La escena se desenvuelve ante sus ojos, nítida en todos sus detalles: el avistamiento de la presa, el acoso, la matanza, el festín de los perros.

 El duque Gui sonríe, pero todo su cuerpo está en tensión. El pensamiento de lo que hará con Godofrei cuando lo haya capturado, le enciende la sangre, que le fluye al sexo. El duque acaricia a su perro, Sanguinario.

-            Mañana, debemos atraparlo mañana, antes de que escape.

 El conde Herbert de Hautlieu asiente. También él tiene una cuenta pendiente con el hombre que lo ha traicionado. Sabrá castigarlo de un modo que será un ejemplo que nadie olvidará. Y el duque lo recompensará por el apoyo que le ha dado en la conquista del ducado y en la caza de Godofrei.

 Los otros nobles que han acompañado al duque en esta partida de caza, los que lo han apoyado en la conquista de la corona ducal, son menos entusiastas. El divertimento de la caza del hombre se ha transformado en una persecución agotadora y llevada a cabo en unas condiciones nada óptimas. El duque ha querido emprender a toda prisa la búsqueda de los dos fugitivos, antes de que estos les sacaran una ventaja insuperable, pero ellos no están preparados para afrontar los innumerables inconvenientes de un viaje a través de las montañas sin: pasar frío, hambre por la escasez de alimento, fatiga por el poco reposo. Ninguno, sin embargo, se echa atrás, conocen al duque.

 El duque vuelve a acariciar a su perro.

-            Mañana probarás un bocado suculento, Sanguinario, digno de un rey. La verga y los cojones de un noble.

 El duque ríe. Su presa será despedazada por los perros, después de que todos ellos se hayan divertido con él. Esta larga cacería no ha hecho otra cosa que agudizar el deseo de venganza en el enfrentamiento con el hombre al que el tío prefirió, relegándolo a él, aún sabiéndolo más joven y menos experto.

 Todos se echan a dormir. El duque llama a uno de los sirvientes, el más joven: está demasiado excitado para encontrar reposo en el sueño. Debe desfogarse.

-            Échate al suelo. Quiero follar.

 El muchacho se tiende boca abajo. El duque le baja los pantalones y lo encula con fuerza. El joven gime, aunque está acostumbrado a ser penetrado durante las cacerías: sabe que a su señor le place creer que lo está haciendo sufrir.

 El duque empuja durante un buen rato, después se corre. Se sube los pantalones y se echa a dormir. El sirviente se levanta y vuelve con los otros.

 

 A la mañana siguiente Godefroi y Charles descienden hacia el gran valle que separa la cadena montañosa en dos dorsales paralelos. Cuando llegan al fondo del valle, recorren un camino que atraviesa el bosque. Después de haber cabalgado media jornada, Charles detiene el caballo.

-            Duque, nos separamos aquí.

Godefroi no comprende.

-            Yo seguiré a lo largo del camino, después tomaré la desviación que lleva al Paso de los Gigantes. Vos tomaréis el sendero que lleva al Paso de la Tempestad. Ahora os daré todas las indicaciones para llegar.

-            ¿Por qué?

-            Más adelante hay un puesto de guardia. Podríamos rodearlo, pero nuestros perseguidores podrán cambiar sus caballos por otros de refresco, y con ellos nos alcanzarían. Si nos separamos, vos conseguiréis poneros a salvo, mientras ellos me persiguen. Cuando descubran que vos no estáis conmigo, será demasiado tarde y ya no podrán atraparos.

-            Pero Charles, tú vas al encuentro de la muerte.

-            No os preocupéis. Sé como hacerlo.

 Charles da todas las instrucciones. Godefroi agradece. Aunque se dice a sí mismo que Charles encontrará la manera de salvarse, sabe que no será así. Charles se está sacrificando por él.

 Godefroi deja el camino. Charles prosigue durante algunas millas, después toma el sendero que sale hacia el Paso de los Gigantes. Sabe que va al encuentro de la muerte, pero no tiene miedo: ha hecho lo que debía.

 Cabalga toda la noche, para alejarse lo máximo posible y estar seguro de que los perseguidores no puedan ya alcanzar al duque Godefroi. Por la mañana debe detenerse, porque el caballo no está ya en condiciones de proseguir.

 Los ve llegar a última hora de la mañana. Están todos allí, no se han dado cuenta de que Godefroi se ha alejado. El duque está a salvo y Charles es un hombre muerto.

 El duque Gui ve al hombre y al caballo detenidos en un claro. Lo han encontrado, al fin. Espolea su cabalgadura y en poco tiempo alcanza a Charles.

-            ¿Dónde está Godefroi?

-            No lo sé. Nos separamos ayer.

-            ¡Perro!  ¡Estás mintiendo!

 Gui sabe que el hombre dice la verdad, pero eso significa que Godefroi está a salvo y eso es algo que no puede aceptar. Los hombres se apoderan de Charles, mientras los sirvientes rodean el claro con los perros y observan las huellas.

 Es el barón de Méviers el que dice lo que todos han comprendido:

-            El fugitivo ya no está aquí. Es verdad que deben haberse separado ayer. Seguramente se ha dirigido al Paso de la Tempestad. A esta hora casi lo habrá alcanzado.

Gui tiembla de rabia. Después mira a Charles.

-            ¡Lo pagarás, perro!  Lo pagarás.

 Charles lo sabe. Calla.

 A una orden del duque, los sirvientes desnudan a Charles, que no opone resistencia.

-            Visto que has decidido ocupar el lugar de mi primo, ahora puedes intentar escapar. Te damos diez minutos de ventaja.

Charles sacude la cabeza. No tiene sentido participar en esta farsa. El duque ha comprendido. Con una señal azuza a los perros, que rodean al hombre y muestran los colmillos, dispuestos a clavarse en su carne. Gruñen. Charles se pregunta si Gui hará que lo despedacen vivo, al no haberle dado la satisfacción de intentar la fuga. El duque sonríe con sarcasmo al ver que Charles permanece totalmente inmóvil: este imbécil sabe que si se moviese los mastines lo destriparían y no quiere terminar así: el final que le espera no es por cierto mejor. El duque aferra la lanza. El cuerpo de Charles se tensa, en espera de lo que está a punto de suceder.

 Gui avanza. Ahora está a pocos pasos de su presa. Los otros caballeros se quedan detrás: saben que deben estar en el lugar que les corresponde. Charles lo mira fijamente a los ojos.

 El duque alza la lanza. Por un instante los dos se miran de nuevo a los ojos, el hombre desnudo y desarmado, el duque a caballo y con la lanza en la mano. Dos hombres fuertes, cuyo destino se cruza por última vez. En poco tiempo uno de ellos será un cadáver desfigurado, el otro será el cazador triunfante.

 El duque flexiona hacia atrás el brazo alzado y ve que Charles se tensa en cada fibra de su cuerpo. Con un brusco movimiento arroja la lanza, que vuela hacia el vientre de Charles y lo traspasa, con tanto ímpetu, que levanta el cuerpo y lo arroja hacia atrás.

 Charles ha sentido el dolor explotar en su vientre, pero la violencia del impacto contra el suelo lo aturde, por un instante incluso el dolor inhumano parece embotarse, después la conciencia retorna y el dolor grita de nuevo con furia, le muerde las vísceras. El duque está sobre él y lo mira, sonriendo.

 El duque alza una pierna y apoya el pie sobre el vientre de su presa. Aferra con la mano la lanza y, apretando el pie sobre el cuerpo de Charles para inmovilizarlo en el suelo, tira con fuerza. Charles queda rígido, arquea la cabeza, tensando los músculos del cuello, en el intento de contener el grito que le crece dentro, consigue refrenarlo, pero el dolor lo arrasa, un torrente helado lo atropella, al tiempo que le parece que las vísceras acompañan a la lanza que sale de su cuerpo. El mundo oscila. A Charles le parece que se precipita hacia el abismo, después vuelve a ascender, después se precipita de nuevo. Todo se vuelve confuso, una niebla ha caído sobre sus ojos y sólo lentamente la imagen del duque, lanza en mano, vuelve a adquirir rasgos precisos. Desde la lanza la sangre gotea ahora sobre su cuerpo.

-            Muy bien, maricona, ahora vas a probar la polla de un verdadero macho.

 Una patada arroja a Charles sobre su vientre, reavivando de nuevo el dolor. Un brazo le ha quedado doblado bajo el torso y el cuerpo está ligeramente inclinado. Charles advierte que el duque le está separando las piernas y por un instante un impulso de rebelión prevalece sobre el espasmo de sus vísceras, sobre la aceptación de la muerte. Consigue girarse sobre la espalda. Pero es sólo un instante y el cuerpo del duque que aprieta contra el suyo lo bloquea y le recuerda que cualquier esfuerzo por resistir es vano. Cuando las manos del duque le separan las nalgas y la gruesa maza comienza a apretar entre sus muslos, dilatando el esfínter mucho más allá de su capacidad, ya no hay ninguna voluntad de resistencia. El arma que fuerza el ingreso es temible y el dolor es tan violento que consigue hacerse sentir, nítido y preciso, a pesar del incendio que le devora el vientre.

 Charles gime. No ha conseguido refrenar el gemido. Es la victoria que el duque esperaba, que le provoca un placer no inferior a aquel que le sale del gran miembro que sacude las vísceras de Charles. El duque aprieta con ímpetu, quiere desgarrar, dilatar el dolor hasta hacerlo explotar, como, bajo sus embestidas vigorosas, se dilatan hasta romperse las vísceras que acogen su sexo poderoso.

 Las embestidas se vuelven más rápidas, más rabiosas, la carne se desgarra ahora y al fin el duque se corre, en un paroxismo de placer, mientras un chorro caliente inunda las vísceras desgarradas de Charles.

 El duque se alza y el momento en el que el miembro, todavía hinchado, si bien menos rígido, sale del esfínter es de nuevo una punzada violenta. Aplastado contra el suelo, la baba que le fluye de la boca abierta, la sangre y el semen que le fluyen de la apertura violada, Charles espera con toda su alma que un golpe ponga fin a su agonía, pero la voz del duque resuena clara:

-            Vamos, caballeros, esta maricona era virgen, pero ahora que ha probado un buen pollón, quiere más.

 Uno tras otro, lo van enculando los seis nobles, seis machos victoriosos y ebrios de sangre, en competición por ver quién cavará más a fondo, quién conseguirá infligir más dolor, quién se alzará con el miembro más sucio de sangre, quién lo hará gemir más.

 Charles no gime, lo que queda de su voluntad está concentrado en el esfuerzo por no gritar su dolor, la boca contraída, los músculos del cuello y de la cara tensos hasta el espasmo, una mueca que le deforma los rasgos, el rostro sobre la hierba, Charles consigue refrenar todo sonido. La saliva que le fluye de la boca va mezclada con sangre, ahora, y en un instante Charles es sacudido por un conato de vómito. De la boca le sale la sangre acumulada en el estómago.

 Después de los señores, lo enculan los sirvientes y los soldados que el duque ha hecho venir con él desde el puesto de guardia: veinte machos en total, veinte miembros viriles que desgarran las vísceras del agonizante.

 

 El duque le da la vuelta sobre la espalda con una patada, después le mete nuevamente la lanza entre las vísceras. El dolor crece aún más. El duque habla a los otros nobles, pero Charles está hundido en un océano de dolor y no entiende lo que dicen.

 El conde Herbert de Hautlieu se aproxima. También él tiene una cuenta pendiente con el hombre que lo ha traicionado. Sabrá castigarlo de un modo que será un ejemplo que nadie olvidará. Cuando está junto a él, levanta la lanza y se la ahonda en el vientre, en la base de la polla, cortándola casi completamente. Charles siente el golpe que le atraviesa el sexo, abre la boca, pero consigue contener el grito. No lo sentirán gritar.

 Uno tras otro vienen a ensartarle las lanzas en el vientre. Charles consigue no gritar, pero al cuarto golpe, cuando el barón de Merviers le atraviesa la polla, de su garganta escapa un grito ahogado, que se repite cada vez más débil después de cada golpe sucesivo. Cada golpe viene de más lejos, hasta que al séptimo pierde definitivamente la conciencia.

 Cuando los siete nobles han ahondado las lanzas en el cuerpo de Charles, las extraen. Están bien plantadas y un sirviente debe apretar un pie contra el cuerpo para facilitar el esfuerzo. Cuando el conde de Herbert extrae su lanza el miembro se desprende y cae entre las piernas del cadáver. Todos ríen. Una vez que han recuperado sus armas, el duque da la orden de separar las piernas de Charles y levantarlas. Aproxima la punta de la lanza al agujero del culo y por tercera vez la ensarta en el cuerpo del traidor.

 Charles tiene un último estremecimiento, después la cabeza cae de lado, inmóvil, y más sangre le fluye de la boca.

 El duque extrae la lanza y da la orden de soltar a los perros, que se arrojan sobre la presa y la destripan, la despedazan.

 Los nobles presencian el espectáculo, divertidos.

 Al final del festín, cuando los perros están saciados, el duque ordena a un sirviente recuperar lo que queda de la cabeza de Charles y ensartarla en una lanza. Luego se ponen en marcha, descendiendo a lo largo del valle: un camino más largo, pero más rápido, que les llevará a la llanura que se encuentra en los confines orientales del ducado. Desde allí volverán a la capital.

 No es una comitiva alegre. El duque Gui sabe muy bien que el príncipe de Bernons acogerá a Godefroi y que podría decidir restituirlo en su señorío, atacando y conquistando el ducado: tiene fuerzas superiores y (en el mejor caso) podría obligar a Gui a cederle algún territorio limítrofe, a cambio de su neutralidad.  

 El conde Herbert se pregunta cuánto tiempo pasará antes de que el duque le pida cuentas por la traición de Charles: es uno de sus hombres el que ha hecho fracasar la cacería, el responsable del revés. Herbert sabe que con toda probabilidad no volverá a ver sus tierras.

 Los otros nobles se preguntan si no han elegido el bando equivocado. Si Godefroi consiguiera recuperar el ducado gracias al apoyo del príncipe de Bernons, ellos serían los primeros en terminar en el patíbulo, acusados de alta traición. ¡Y todo por culpa de este pedazo de mierda cuya cabeza en parte comida por los perros va ensartada en una lanza que porta un sirviente!  ¡Mierda!

 

 

Autor original italiano: Ferdinando

Traducción castellana-española: Carlos Hidalgo

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RACCONTI

STORIES

CUENTOS

LINKS

MATERIALI/ MATERIALS

GALLERIA/

GALLERY

CHATS