El Americano III “Y así fuimos estrechando el cerco en torno a
nuestra presa: mi presa, ajena sin duda a todo lo que le aguardaba.
Traicionado al fin por todos sus protectores, nuestra sombra: mi sombra iba
cubriéndolo sin remedio. Entramos con
total libertad en el edificio y montamos guardia, con paciencia, en la
dependencia principal del amplio taller. Sobre una elevada plataforma de
hierro yacía, sin ruedas, la carrocería del automóvil en cuya reparación se
hallaba al parecer empeñado, por encargo del propietario del taller. Llegamos
con tiempo suficiente para permitirnos curiosear en el destartalado ático que
le servía de guarida: mobiliario de imitación occidental diseñado con pésimo
gusto de kitsch chino, amplia cama
plegable bajo una sombrilla-lámpara de bambú, numerosas colillas de rubio
“Marlboro” consumidas por la ansiedad en un cenicero de vidrio sobre una
alfombra raída y deshilachada, los
pulmones de este bastardo no deben estar en las mejores condiciones, pensé. La caja fuerte de seguridad con
su contenido a buen recaudo, empotrada en un mueble-bar bien surtido de
licores diversos: la cerveza como bebida básica, un renqueante televisor en
blanco y negro, abanicos chinos de colores repartidos por aquí y por allá, a
izquierda y derecha estrechos habitáculos para la cocina y el baño … pese a
su aire general algo rancio e inhóspito, con olor a cerrado, el apartamento
mantenía un cierto orden y limpieza que tal vez sólo una mano femenina podía
proveer: entonces recordé que el hombre que buscábamos desarrollaba allí una
convivencia casi conyugal con la joven meretriz que sus empleadores le habían
proporcionado, para solaz y reposo del combatiente mercenario en retiro provisional. Sí, había algo
decente y familiar, conyugal, en todo aquel espacio que escudriñábamos: fotos
de un joven soldado Taylor con fondo patriótico de barras y estrellas, de una
muchacha china sonriente e ilusionada
con fondo de pintados paisajes naif, clavadas con chinchetas en las paredes
amarillentas y desconchadas, y en cierto modo daba la impresión de que una
feliz pareja, un matrimonio de aposentada convivencia podía volver en
cualquier momento a sus humildes aposentos y sorprendernos como indeseados
intrusos en la pacífica beatitud de su hogar, a punto de romperse para
siempre … Lo esperamos
durante casi una hora: llegó con tanto retraso que nos puso en alerta sobre
una posible traición, esta vez a nosotros, del propietario del local. Pero
que este arriesgara su pellejo por salvar el de aquel tipo parecía poco
concebible, ¿qué iba a ganar avisándole del peligro?: enemistarse con sus
superiores, que podrían tomar represalias contra él, pues no parecía que éstos
estuvieran dispuestos a dar marcha atrás y desencadenar con ello una guerra
internacional de bandas que no beneficiaba a nadie. ¿Y todo por un mercenario
extranjero, por “El Americano”? No,
claro que no: usted sabe muy bien, profesor, que entre nosotros, quiero
decir, los japoneses y los chinos, e incluso entre otros asiáticos, pese a
nuestra traumática historia común, existe lo que podríamos llamar una “solidaridad
racial” frente a los bárbaros occidentales. No, no hubo nada parecido a una
traición. En todo caso una información deficiente, pero “El Americano”
apareció al fin, lo vimos entrar en el taller desde nuestros puestos de
vigilancia. Vestía un mono azul de trabajo, su rubia cabeza cubierta por una
gorra de lona del mismo color, caminaba con cierta pesadez, como
desperezándose tras una siesta, o tal vez después de una sesión de sexo con
su compañera, parecía en todo caso un poco cansado. Deambuló perezosamente
por el recinto, que estaba impregnado de un intenso olor a gasolina, un tufo casi
sofocante, hurgando entre los diversos estuches metálicos de herramientas,
impedido quizá por el olor penetrante para olfatear nuestro acecho. Tal vez
sus sentidos se habían ido embotando con la prolongada, forzada inactividad,
tal vez él mismo había ido perdiendo facultades, con la edad. Seleccionaba
repuestos para el automóvil en una caja metálica, las mangas del mono
remangadas, el vello rubio y abundante de sus antebrazos al descubierto. Se
pasó uno de ellos por la frente, enjugándose un poco de sudor en la tupida pelambrera
rubia. Sí, recuerdo muy bien aquel vello rubio de sus antebrazos, y creo que
es sobre todo porque yo mismo se los corté, ya muertos, mientras lo
descuartizaba para hacer desaparecer su cuerpo de la mejor manera posible,
como el propietario del taller nos había pedido. Se quitó la
gorra, y comprobamos que su apariencia estaba parcialmente alterada con
respecto a las fotos más recientes que teníamos de él: se había afeitado la
cabeza por debajo de la zona parietal, despojándose de sus pobladas patillas
grises, aunque los rubios mechones sobresalían abundantes por encima de las
orejas, prolongándose en una melena algo sucia y grasienta, recogidos en una
breve cola de caballo a la altura de la recia nuca. El retoque de su aspecto
físico se reducía, sin embargo, a esta parcial alteración, pues ni siquiera
se había preocupado no ya por sacrificar, sino al menos por teñir de negro o
al menos oscurecer los cabellos rubios que lo delataban en aquella ciudad
como un extranjero occidental. Jack Taylor, “El Americano”, sólo hablaba
inglés y además con un fuerte acento local de su estado originario del medio
oeste, un acento que no se preocupaba tampoco en disimular, mascullándolo con
una especie de orgullo de paleto infatuado por el solo hecho de haber nacido
en el país más poderoso del mundo, dificultando así la comunicación o la
empatía con la población china local. Ocultos
entre las despintadas carrocerías de los otros vehículos, le observábamos
deambular por la nave, accionar los interruptores de la pared, que
encendieron las lámparas de desvaído neón del techo de hormigón. Se dirigió a
la plataforma de hierro sobre la que se alzaba el coche, se tumbó en el suelo
a un costado, se deslizó bajo ella y comenzó a maniobrar con la herramienta
bajo el chasis del vehículo, retorciéndose a intervalos en posición supina
bajo el vientre metálico, absorto en el ajuste de sus operaciones, canturreando
una tonada con voz espesa y cascada, de mal barítono. Cantaba muy mal, y en
su canción había un tono triste, melancólico, como de despedida. Una especie
de “country” de borracho que rezumaba nostalgia por su tierra natal, por
volver con los suyos, con su gente, por cabalgar como un “cowboy” por las
amplias, interminables praderas de su tierra. Me dio la impresión, al escucharlo,
de que Jack Taylor, “El Americano” estaba poseído por una profunda tristeza.
Algo en su interior, tal vez, le estaba anunciando, sin ser él del todo consciente,
de que estaba viviendo los últimos momentos de su vida: de que no iba a
completar los cincuenta años de su existencia. Se incorporó,
tras un rato de ocupación en los bajos del automóvil, se limpió apenas las
manos en un trapo ya grasiento, alzó el capó del coche y sus dedos hurgaron,
sin guantes, en las piezas delanteras del automóvil, pringándolos de negro
aceite mientras maniobraba, con cierta desgana, con visible languidez,
incluso. En ese
momento, flanqueado a corta distancia por dos de mis guardaespaldas, comencé
a aproximarme a él. Oyó mis
pasos, se sobresaltó, llevó instintivamente la mano pringosa al pecho … “Who´s there?!” Me vio, me miró fijamente, con los ojos abiertos de sorpresa y estupor,
y en un segundo pareció sacudirse la modorra, despertar, comprenderlo todo,
actuar: su mano corrió en rápido desliz bajo el mono de mecánico, a la altura
del costado, empuñó la pistola, que escupió una detonación, pero tuvo que
soltarla al instante, agitando el brazo: un punzante calambre sacudió su
muñeca, agarrotándole la mano – la punta de un afilado estilete había sido
más rápida que ella, clavando su frío, afilado metal a ras del pulso,
traspasando algún tendón articulatorio … Todo fue tan rápido que Taylor,
golpeado más por la sorpresa que por el dolor, miraba con expresión atontada,
la boca abierta, la sangre que fluía por su antebrazo, desde la profunda
muesca abierta en su carne por aquella saeta tan bien disparada, tan
acertadamente lanzada, por aquel golpe tan bien ejecutado. Se tambaleó
hacia atrás, tuvo que recostarse en el costado del automóvil, encogido, la
mandíbula apretada entre los pliegues del rostro arrugado en una mueca, ahora
sí, de un dolor que su cerebro registraba nítidamente. Mascullaba obscenas
maldiciones, nos miraba con furia y desesperación. Tras largos
segundos de vacilación, los dedos de su mano izquierda agarraron el mango del
punzón y, soltando un grito de dolor que no pudo contener, extrajo de un
tirón el filo a través de su carne lacerada, liberándola de la penetrante
mordedura del arma blanca, dejando la mano derecha lacia, temblorosa,
suspendida en el aire, goteando sangre … sostuvo el puñal manchado de sangre
con su mano izquierda, pero enseguida lo lanzó al suelo, sin ser del todo
consciente, como si rechazara instintivamente aquel objeto ofensivo, odioso,
indeseable, del que no quisiera valerse para su defensa, como al aguijón de
una avispa cruel que había destilado su veneno en un miembro tan vital para
él, dejándolo inservible: su mano derecha, su puño, ay, su puño derecho … se
agachó en cambio, con cierta torpeza, para agarrar con la izquierda la pesada
llave inglesa, que apretó y enarboló con furia, mirando con ojos inyectados
en sangre al hombre que lo había atacado, mascullando insultos al que tan a traición lo había golpeado. Tengo que
admitir que confié excesivamente en la palabra del propietario del taller,
que me aseguró que su empleado no solía portar armas cuando trabajaba, y
también que, si no hubiera sido por Takahashi Koji, mi fiel guardaespaldas, y
su habilidad inaudita en el lanzamiento de cuchillos, tal vez no estaría aquí
en este momento, profesor X-San, contándole esta historia. También
reconozco que a pesar de saber que Takahashi Koji me había salvado la vida,
sentí injustamente una furia inicial, irracional, contra él. Con aquel golpe
había inutilizado la mano derecha de Taylor, y por lo tanto le colocaba en
clara desventaja ante mí, frustrando en buena parte mi plan de mantener una
lucha en igualdad de condiciones
con mi oponente. Una lucha justa. Miré
fíjamente a los ojos azules de “El Americano” y le dije, en mi correcto
inglés: “¿Jack Taylor, supongo? … Me llamo Morimoto Kenzo.
Siento mucho que esta tarde haya comenzado así, Taylor San. No he querido
dejarte inútil para la lucha, o en inferioridad de condiciones, pero eso ya
no tiene remedio. Tu pulso … tu mano … tu puño derecho está afectado. Tu
brazo está parcialmente incapacitado. Takahashi Koji es un experto lanzador
de cuchillos, y esta vez tampoco ha fallado. Debo decir que ha hecho muy
bien, una vez más, su trabajo.” Entonces me
miró. Dejó de gruñir para escuchar mis palabras, que pareció no entender.
Pareció sorprendido al verme. Sin duda mi aspecto físico le impresionó – mi
aspecto físico siempre impresiona al que lo ve por primera vez. Reclinado
ligeramente sobre el costado del vehículo, clavaba en mí sus ojos azules
inyectados en sangre y agitaba bajo el mono azul su pecho amplio, peludo y
musculoso, en excitación ante la repentina aparición del peligro. Ver a un
joven japonés de apenas diecinueve años, de un metro noventa y cinco
centímetros de estatura – algo tan inusual entre los de nuestra raza – tan
fuerte en apariencia como él, casi diez centímetros más alto que él, sin duda
lo desconcertó, lo dejó mudo momentáneamente. Ningún hombre, por muy fuerte y
valiente que sea, puede dejar de sobresaltarse ante mi sola aparición en
actitud hostil. Me despojé
de la camisa, exhibí ante él mi torso bronceado, mis preciosos tatuajes sobre
los músculos en tensión, mi cuerpo dispuesto en posición de lucha. La
sorpresa en su mirada se volvió furia y amenaza, sus dientes apretados le
daban un aspecto de ferocidad, pero era evidente, pese a todo, que estaba
tocado, herido y asustado antes de empezar a pelear. Entonces comenzó a
insultarnos, a insultarme de nuevo, a gruñir, a resoplar, rechinando los
dientes, inflando mucho el pecho, como un gorila enfurecido, sólo le faltaba
aporrearlo con sus puños para significar su poder. Había sinceridad en su
furia pero era evidente también que sus bravatas trataban de ocultar su
miedo, su vulnerabilidad. “No estás en
condiciones de combatir,” le dije, “tu muñeca sangra demasiado, el filo ha
debido cortarte alguna vena, la pérdida de sangre te debilitará cada vez más
… y yo quiero darte una oportunidad, por pequeña que sea. Eres muy fuerte, y
tienes derecho a defenderte, si me dejas ayudarte puedes recuperarte, sino
del todo, al menos un poco, para la lucha.” Seguía
mirándome con aspecto desconcertado, como si se preguntara a qué quería yo
jugar. Entonces señaló, con una sacudida furiosa de la cabeza, a mis hombres,
que lo apuntaban, atentos, con sus pistolas, y entró por primera vez en
diálogo conmigo: “That the fuckin´chance
you wanna gimme?” Comprendí su queja, emitida como gruñido, y le contesté: “Ellos sólo
apuntan para asegurar que respetas las reglas del combate. Como ves, no estás
en disposición de marcarlas tú. Cuando todo esté dispuesto para comenzar, abandonarán
este lugar, se llevarán todas las pistolas y cuchillos, y nos dejarán solos
aquí a los dos … Volverán cuando uno de los dos haya vencido: si venzo yo,
todo habrá terminado para ti, pues el combate es a muerte, si vences tú,
tendrás alguna posibilidad de escapar …” Taylor abatió
la cabeza, consciente de su desesperada situación, colocó la llave inglesa
sobre la carrocería del coche y apretó fuertemente su muñeca lacerada con la
mano sana, que humedeció de sangre. El flujo era incesante y un ligero
temblor hacía vibrar su cuerpo, pareció por un instante, incluso, al
tambalearse, que iba a desmayarse. Sin restar importancia a la herida física,
creo que era más bien un “shock” emocional lo que lo sacudía, que su mente
estaba sometida a un “stress” muy intenso, posiblemente el más intenso de
toda su vida. Era evidente que la situación lo abrumaba, casi lo sobrepasaba.
Entonces volvió a reaccionar, a sacudirse el aturdimiento, y retomó la
herramienta de defensa, agarrándola con su mano sana. “Tenemos que
arreglar eso, lo antes posible. Si no sueltas esa herramienta, no podremos acercarnos
a ti sin hacerte daño, sin dispararte, sin matarte. Y si no te ayudamos, te
desangrarás. Tenemos que hacerte un vendaje a presión en la muñeca, cerrar
ese flujo de sangre de alguna manera, y cuanto antes. Vamos, vamos, arroja
esa llave inglesa lejos de ti … si quieres vivir … no tienes elección …” Pareció
dudar un instante más, pero soltó la herramienta y se dejó caer lentamente,
abatido: quedó apoyado en la plataforma de hierro que levantaba el vehículo,
sentado en el suelo. Me aproximé a él y aparté la llave inglesa, que había
caído a sus pies, con la punta de mi zapato, me incliné sobre su cuerpo y,
mientras lo observaba atentamente, controlándolo en todo momento, pedí a mis
hombres que me ayudaran a cortar la hemorragia. Le hicimos un vendaje de
urgencia, a presión, con bandas de tela desgarradas de mi propia camisa
ajustadas con un fuerte nudo en torno a la muñeca lacerada y al poco tiempo
la herida dejó de sangrar. Taylor recostó la cabeza contra el borde de la
plataforma de hierro y pareció suspirar. Entonces le dije a mis hombres:
“Dejadnos solos. Llevaos todas las armas. Quiero hablar con él, antes de luchar.” |