El Americano II “La mafia local taiwanesa sabía muy bien que le
perseguíamos pero no sabía muy bien qué hacer con “El Americano”.
Posiblemente si se hubieran enterado de que había intentado negociar con
nosotros, venderse a nosotros, traicionarlos, “cambiar de equipo”, hubieran
sido ellos mismos los que nos lo hubieran entregado … antes. Pero él era más
inteligente y consiguió contactar con nosotros sin que los chinos lo
advirtiesen. Estoy seguro de que nuestra negativa lo desconcertó, se sintió
despreciado, humillado, asustado, y respondió a nuestro contacto con un “Fuck you, Jap! Go to fucking Hell!” tras colgar el
teléfono con un golpe de furia e indignación. Al grabar su llamada, y
escucharla, pude advertir un leve trémolo de miedo en su bronca voz de macho,
un principio de falseto en la última sílaba. Tenía miedo. Estaba nervioso.
Muy nervioso. Se sentía débil, vulnerable. Sin saber qué hacer. No era tonto.
Sabía lo que significaba estar en el punto de mira de la Yakuza, ser nuestro
objetivo, nuestra presa potencial. Entonces exigió a los chinos aún mayor
protección, prácticamente quería que guardasen sus espaldas como si fuera el
presidente del país o algún otro “pez gordo” importante. Mostrándose siempre
altivo, arrogante, como si fuera algo que se le debía por ser él quien era,
por valer lo que valía. Intentando ocultar, disimular, su miedo. Un miedo que
le acompañaría hasta el final. Insidioso, limitante, debilitante. No quería
morir. Al menos entonces, no quería morir. “Entonces
decidieron camuflarlo mejor, hacerlo pasar más desapercibido, de alguna
manera “licenciarlo” provisionalmente (eso le dijeron), ocultarlo en algún
lugar más discreto hasta que nosotros relajáramos el cerco y, en un ambiente
de mayor distensión, una vez pasado el peligro, recuperarlo para nuevos
cometidos. Lo sacaron de la capital, donde también la policía taiwanesa había
empezado a seguirle los pasos, y lo enviaron a Suao, una pequeña ciudad al
sur, más tranquila y no excesivamente distante, desde donde podría
desplazarse otra vez a Taipei cuando se le requiriera. En su nuevo destino lo
primero que hicieron fue ponerlo en manos de un peluquero para alterar
ligeramente su aspecto y hacerlo parecer menos occidental: el peluquero
recortó sus mechones rubios, sus patillas grisáceas, y le pasó la maquinilla
por el cráneo hasta dejárselo casi pelado, eliminando su cabellera rubia como
llamativo rasgo identificativo. Aunque nunca hubiera podido hacerlo pasar por
chino. Su falta de dominio del idioma era un impedimento importante para ese objetivo, pues a pesar
de los lazos políticos con los americanos la mayoría de la gente en Taiwan no
domina el inglés. Le consiguieron después, como tapadera, un trabajo en un
taller de reparación de automóviles. Él les dijo que había sido mecánico en
su juventud y también reparó vehículos militares durante su etapa en el
ejército. Le dijeron que todo era para hacerlo pasar más inadvertido, pero a
Taylor no le sentó bien dejar su vida “más atractiva” en la capital y se
sintió, más que protegido, relegado, rebajado, casi humillado. Era
consciente, no obstante, de que todo aquello era necesario: su instinto de
conservación venció sus reticencias iniciales al saber que era la Yakuza la
que lo había convertido en su objetivo, de que una sentencia de muerte pesaba
sobre él. No le había sucedido algo similar en toda su vida criminal, y sólo
entonces llegó a tomar conciencia de lo peligroso que había llegado a ser
para algunos intereses económicos, si bien eso, de alguna manera, tuvo que
halagar su orgullo. Tal vez se sintió alguien más importante aún al saber que
un poderoso clan de la Yakuza quería eliminarlo pero, al mismo tiempo, fue
por primera vez consciente de su vulnerabilidad, y aceptó las precauciones
que otros tomaban por él. Era por tanto también motivo de orgullo para él ser
protegido como algo muy preciado, muy valioso. Estaba acostumbrado a burlar
la persecución de la policía pero sabía, por su propia experiencia desde
dentro, lo que es este negocio, y había oído hablar del poder y de la
perseverancia en sus objetivos de los clanes japoneses. De nuestra letal
eficacia. En Suao, no
obstante, tras unas semanas iniciales de casi confinamiento, fue
abandonándose, relajándose poco a poco. Tal vez se creía ya a salvo tras ese
tiempo de práctico enclaustramiento, que aceptó con disciplina y estoicismo.
Empezó a ser indiscreto, muy indiscreto. Algo sorprendente. Nos llamó la
atención. Tal vez presa de nerviosa excitación tras la forzada inactividad
sin apenas salir al aire libre durante todo el invierno, la ansiedad por la
incertidumbre de un futuro amenazado … no lo sé, todavía hoy, con total
seguridad, pero lo cierto es que al llegar la primavera comenzó a desplazarse
por toda la ciudad, casi con frenesí, cada vez menos preocupado por ocultar
sus rasgos occidentales, más bien todo lo contrario: se dejó crecer el pelo
rubio de nuevo, iba ataviado casi como un “cowboy”, mascaba chicle, fumaba
“Marlboro”, bebía cerveza americana. La ropa ceñida resaltaba los músculos
del torso y sus “blue jeans” resaltaban por atrás un culo poderoso. Un culo
que yo, Morimoto Kenzo, iba a romperle, muy pronto. Conducía un coche americano
de alquiler, orgulloso y desafiante, saltándose a placer las normas de
tráfico de la ciudad ante la pasividad de una policía mediocre, sumisa ante
el que presumían un turista “yanqui” cargado de dólares para el erario de la
pequeña patria china capitalista resistente a la gran madre patria comunista
que los trataba como a hijos bastardos, o tal vez para evitar un conflicto
diplomático con la embajada americana en Taipei. Solía llevar, eso sí, una
gorra de béisbol calada hasta las cejas, comía todos los días emparedados de
hamburguesas con doble de queso en un “Mc Donald´s” local, “hot dogs” con
rebosante salsa de mostaza en puestos callejeros, se emborrachaba de vez en
cuando con cervezas importadas de América, frustrado tal vez con la nostalgia
de un exiliado que llevaba tantos años fuera de su patria americana. Irritado
porque no se ponía fin a su apartamiento, porque no terminaba de llegar un
nuevo “encargo” desde Taipei, los chinos procuraron amansarlo, sin dejar de
mantenerlo en la reserva, enviándole paquetitos de cocaína de alta calidad y
finalmente una joven y bella prostituta china con la que desahogarse.
“Tranquilízate, Taylor,” le decían, “no conviene que por el momento vuelvas a
la acción, los yakuzas siguen en Taipei, siguen buscándote, parecen empeñados
en acabar contigo, como si fuera una obsesión, algo personal. Pero no te
preocupes: eres demasiado valioso para nosotros, así que no pondremos tu vida
en peligro, tal vez podamos llegar a un acuerdo de caballeros con ellos para
que te dejen en paz, quizá si firmamos una tregua, si les prometemos
apartarnos de sus asuntos, de sus negocios. Es una lástima tener que
transigir con estos perros nipones, pero por el momento no tenemos otra
opción …” Y lo
intentaron: hubo, en efecto, negociaciones, pero poco podía imaginar Taylor
(¿o tal vez sí?) que el acuerdo final consistiría en entregárnoslo. Sólo
abandonaríamos Taiwan, sólo dejaríamos a los chinos en paz si nos servían,
como un sacrificio, la cabeza de Taylor en bandeja. Su suerte estaba echada:
compramos su vida a sus jefes chinos, estos entendieron (o aceptaron) nuestro
particular interés por él y decidieron, al fin, prescindir de sus servicios,
para siempre. “Ya está viejo,” les dije a los chinos, “tiene casi cincuenta
años. Es hora de que descanse. Ha vivido demasiado.” Me miraron con asombro, como si hasta
entonces no hubieran pensado en ese argumento para desprenderse de él: que
con el dinero que les entregábamos a cambio podían contratar a otro mercenario
tan bueno o mejor que “El Americano”, con todo el vigor y la plenitud física
de un treintañero, por ejemplo, que contrarrestara su menor experiencia. No
estaba escaso el mercado internacional de alimañas más jóvenes, menos
embotadas por el paso del tiempo. Aquel chacal yanqui, además, se había
estado cotizando demasiado alto. Era hora de enfrentarlo con la dura realidad
de su decadencia. Era hora de enfrentarlo con su muerte. Convencidos
por nuestros argumentos, y sobre todo por nuestra generosa “compensación” por
desprenderse del mercenario, se ofrecieron incluso para liquidarlo ellos
mismos y enviarnos su cabeza empaquetada al poco tiempo. Yo sonreí: no acepté
que nos ahorraran ese trabajo. Sólo tenían que decirnos dónde se escondía
(dónde lo escondían). El resto corría de nuestra cuenta. De mi cuenta. “Tal vez ignorante de todo esto (aunque a veces, al
recordar, no estoy seguro) Taylor proseguía su vida en el exilio de Suao. En
una nave industrial de las afueras de la ciudad, “El Americano” trabajaba honradamente en un taller mecánico propiedad
de un contacto de la mafia china. Convivía, en un apartamento de la planta
alta del edificio, con la hermosa prostituta china. Taylor parecía feliz con
ella, y ella parecía feliz con Taylor. El desahogo sexual contínuo con la
mujer parecía haberlo tranquilizado un poco. Se podía decir que hacían el
amor. Es más difícil pensar que estuvieran enamorados. ¿Puede enamorarse una
esclava sexual del hombre que la posee? Llegamos a
Suao, localizamos al dueño del taller y, comunicándole el acuerdo con sus
jefes, que él quiso comprobar telefónicamente, le preguntamos por el paradero
de su empleado. Nos dijo que él cooperaría en lo que fuera necesario. Sólo
nos pidió que fuésemos discretos, que no quería líos con la policía, nos
preguntó cómo pensábamos deshacernos del cadáver, no quería que dejáramos
ninguna huella en el taller. Recuerdo sus palabras: “Sí, sí,
claro … pueden echarle el guante en el taller. Él vive aquí, con la chica, en
la planta alta. Es muy guapa, la chica. Es una lástima, trabaja bien el tipo,
un poco brusco, maleducado, gruñón, pero trabaja bien. Es el mejor mecánico
que he tenido, excelente, tiene una gran pericia con las manos, podría
haberse ganado bien la vida trabajando aquí. En el taller, sí, pueden
capturarlo en el taller, aunque me gustaría que, si tienen que matarlo, lo
hagan en otro lugar. Precisamente estos días estaba poniendo a punto mi
coche, y no va a poder terminar, lástima, lástima … qué le vamos a hacer … No
será difícil prepararle una encerrona: esta misma tarde trabaja, de seis a
ocho, yo les daré paso, lo encontrarán allí solo, la chica está arriba. Pero
debo asegurarme de que todas las puertas están bien cerradas, de que no habrá
disparos: no deben preocuparse, porque cuando trabaja suele ir desarmado,
tiene todo el arsenal en el apartamento, en una caja de seguridad de la que
sólo él tiene la llave. Es un pistolero, claro, este americano. Lo sé. Ahora
le ha llegado su hora, bueno, no es asunto mío, siempre que lo hagan bien. Lo
importante es que hagan un trabajo limpio, con el menos ruido posible, y poca
sangre, por favor. Soy un hombre respetado en la ciudad, la policía no
sospecha de mí. Y cuando terminen, deben llevarse el cadáver de allí, hacerlo
desaparecer, que no quede rastro de él, ¿de acuerdo? Si alguien pregunta diré que el tipo se
marchó, que no estaba de acuerdo con el salario, empaquetó sus cosas y se
largó a América, creo, sí, eso diré, que no sé nada más de él.” |