YAKUZA El Americano (A partir de los
diarios personales de “X San”, profesor universitario de la Universidad de
Kyoto, historiador, especialista en la historia de la Yakuza, base de sus
Informes Secretos para el Ministerio del Interior del Reino de Su Majestad
Imperial del Japón) I Ante mi vista asombrada, aturdida, el oyabun
Morimoto Kenzo fue exponiendo, bajo la lámpara reflectante de su mesa
escritorio, las imágenes congeladas durante años por el flash fotográfico que
las capturó, de cada una de sus víctimas: todos ellos hombres fuertes y
musculosos, desnudos y vencidos, mostraban en sus postrados cuerpos las
marcas del perdido combate final con el magnífico luchador que los había
derrotado, que los sostenía por los cabellos, agotados e inermes ante el
impávido, fiel objetivo. El primero
era un hombre de raza blanca occidental, un caucasiano rubio, un macho
corpulento de ojos azules apenas visibles en un rostro de rasgos toscos, macerados
y desfigurados tras el choque brutal: sus pupilas desplazadas hacia arriba en
el globo ocular, inyectado en sangre, miraban con lánguido desamparo a un
cielo imposible a través de las rendijas turgentes de sus hematomas; sus
labios entreabiertos, bajo la nariz aplastada y ensangrentada, dejaban asomar
la punta de la lengua en una mueca lacia de imbécil, por su mejilla rugosa, a
medio afeitar, fluía un hilillo de sangre … algo en aquel rostro, alzado
sobre el cuello por una mano férrea, poderosa, embutida en negro guante de
cuero, que agarraba largos mechones de sus rubios cabellos que empezaban a
teñirse de gris, trasfiguraba la muerte. Una franja enrojecida, tumefacta,
casi purpúrea, como una quemadura o abrasión en la piel, le surcaba el recio pescuezo
a la altura de la nuez de Adán, muy prominente, y su pecho amplio, velludo,
musculoso, estaba salpicado, como los hombros, de sangre también. El tipo era
extraordinariamente peludo, como suelen serlo muchos occidentales: semejaba
una especie de gorila o neandertal de las nieves, sus rasgos un poco
simiescos, afeados por los golpes, seguramente deformados por alguna fractura
ósea, recordaban los de un cavernícola, igual que su cuerpo: el abundante
vello, color trigueño apagado, colonizaba sus hombros hercúleos, se extendía
pródigo por sus brazos, por sus piernas, muy abiertas, de muslos potentes
pero ahora dobladas y lacias, despojadas de su fuerza sobre las rodillas
aposentadas en el suelo; el pelo se extendía como una alfombra por todo su
abdomen desnudo, ocultando casi el ombligo, protuberando en el pubis sobre
unos genitales que quedaban al aire, dejando claro que, pese a su flacidez,
había sido un macho bien dotado para cumplir satisfactoriamente sus funciones
de semental. Sus rodillas descansaban, sucias de grasa, sobre una superficie
oscura y viscosa, y en torno a una se enredaba, sucio también, un trapo
blanco que parecía ser parte de los calzoncillos bajados o desgarrados … y a
un lado, difuso, en segundo término, podía observarse el volumen redondo,
negro, de un neumático sobre el suelo, indicando tal vez un garage, o un
taller de reparación de vehículos, como posible escenario del terrible
combate. Lo cierto es
que el pobre tipo, vergonzosamente exhibido de aquella manera ante la cámara,
tenía todo el aspecto de haberse agotado en el encuentro, de haber consumido
todas sus fuerzas, todas sus posibilidades de supervivencia en la feroz lucha
así concluida. “Está
muerto, sí, absolutamente muerto para la foto,” corroboró el verdugo con una
leve sonrisa de orgullo satisfecho, “nada ni nadie pudo salvarlo de su
destino, que fui yo. Y estoy satisfecho, sí, especialmente de esta obra. Mi
brazo es el de la justicia, nuestra justicia, y liquidando a este hombre di
satisfacción a mucha gente, pues al fin y al cabo este tipo fue muchas cosas,
pero sobre todo fue un criminal, un gangster extranjero, un asesino frío y
sin escrúpulos, buscado por la policía de su país y de otros países por
cargos tan serios que hubieran podido llevarlo a la horca o a la silla
eléctrica. Yo lo libré de ese destino, y le concedí este … “Trabajaba,
cuando lo maté, para la mafia china, que lo reclutó en San Francisco, pero
contrataba sus servicios como mercenario para otras mafias asiáticas:
tailandeses, filipinos … era un sicario, un matón a sueldo, muy bien
cotizado, una especie de “recaudador de impuestos” que se había convertido en
el terror de los restaurantes chinos de la costa oeste californiana, azote de
“morosos” y reticentes, altamente considerado por sus jefes gracias a su
efectividad, a su fuerza disuasoria. De sus fechorías fueron víctimas
honrados y menos honrados comerciantes de San Francisco, de Hong Kong, de
Bangkok, de Manila, de Taipei … y al que no pagaba, lo mataba, sin más, al
instante o después de torturarlo, como advertencia para los demás: estrangulador, pistolero, terrorista,
incendiario, dispensador de mortíferas palizas “didácticas” en el mejor de
los casos … un ex-marine del ejército de los Estados Unidos de América que
extravió sus pasos y fue ganado por el crimen organizado cuando trabajaba,
bastante joven aún, como portero o guardia de seguridad en clubs nocturnos de
dudosa reputación. Muchos empresarios chinos de hostelería, también algunos
japoneses, se echaban a temblar aún años después, sin conocer su final, al
escuchar el nombre de Jack Taylor, “El Americano”. A nuestros amigos
japoneses tuvimos que mandarles copias de algunas de estas fotos para que se
tranquilizaran. “El Americano”, sí, así con mayúscula, porque para ellos “El
Americano” no era el presidente de los Estados Unidos de América sino este
bastardo, este cabrón, este diablo que yo maté, del que yo los liberé … “Durante su
periplo asiático, de casi veinticinco años, este grandísimo hijo de puta se
especializó en nuestras sagradas artes marciales, y así las profanó, las
ensució con su violencia mercenaria, pero fue desenvolviéndose en ellas con
creciente maestría, consiguió el cinturón negro, participó en combates
legales y otros clandestinos, sin reglas, donde se dice que mató a golpes a
más de un adversario, todo por dinero, pero también por placer, el placer de
matar, aunque de eso no puedo culparlo: yo también conozco ese placer, lo he
disfrutado, yo también lo he matado a él por placer … “Lo he
matado … lo maté … hace ya mucho tiempo, el tiempo pasa muy rápido, parece
que fue ayer: yo era muy joven y él empezaba a envejecer, pero estaba en su
plenitud aún, en la cima de su fuerza, de su vigor. No estaba, por tanto,
desprotegido ante mí: ganó mucho dinero, aunque era un tipo derrochador,
vivía al día, apuraba la vida intensamente, a grandes sorbos, con vertiginosa
hiperactividad. Tuvo problemas con el juego, con la cocaína, con el alcohol,
pero se restableció siempre a base de voluntad y disciplina física; mostraba
también debilidad por las mujeres, por el sexo más bien, y disfrutó con todas
las que pudo, que fueron muchísimas: como un verdadero macho conquistador.
Nunca se emparejó, nunca se casó: no estaba hecho para eso. Pude comprobar
bien, al final, para lo que estaba hecho. Jugaba, bebía, comía, se drogaba,
fornicaba … se entregaba al exceso, pero cuando se veía al borde del abismo
sabía reaccionar, imponiéndose abstinencia de asceta y lanzándose después a
la acción, a la violencia, a la lucha … su otra droga, la que más intensamente
operaba sobre él, la más embriagadora, la más exigente, la más excitante (sé
de lo que hablo), prefiriendo tal vez morir en la dignidad del combate antes
que destruido por sus vicios … tal vez todo en su vida estaba encaminado a su
encuentro final conmigo, como un destino señalado por los dioses, pues al
final terminó metiendo sus narices, como tarde o temprano tenía que suceder,
en nuestros asuntos, y así comenzó a inmiscuirse, estimulado por sus
contratistas chinos, en negocios japoneses … su actividad creó un conflicto
de competencias entre las organizaciones chinas y la Yakuza, más
concretamente con nuestro honorable clan, que lo puso en su punto de mira …
No había más opción, pues había causado suficientes estragos a nuestros
intereses, que eliminarlo … y yo me ofrecí para ello … “El Americano” por
aquí, “El Americano” por allá … todos hablaban de ese tipo como de la peste,
como de un enemigo terrible, como del mismísimo Diablo. Pero yo sabía que era
sólo un hombre, en ningún caso un ser sobrenatural, y a un hombre se le puede
matar, se le puede eliminar … hubo que seguir su rastro con mucho cuidado,
pues era sin duda un sujeto muy peligroso y escurridizo, un experimentado
tirador de excelente puntería aparte de todas sus otras dotes, costó encontrarlo
pero al final nos llegaron noticias de sus andanzas en Taiwan, y hacia allí
me desplacé, dispuesto a acabar con él … “Vivía en Taipei una vida cómoda, como si estuviera
tomándose unas vacaciones, disfrutando del lujo y los placeres, protegido por
la mafia local de una forma muy parecida a como un prestigioso equipo de
fútbol o empresa patrocinadora protege a su máximo “crack”, a su atleta más
valioso, a su más preciada estrella, por lo que la aproximación a él fue
complicada: hubo que realizar algunos sobornos, incluso dejar algunos
cadáveres en el camino … Creo que al principio le costó creer que fuera él
nuestro único objetivo: hasta entonces se había movido tan a sus anchas e
infundido tal terror que llegó a confiarse demasiado, a sentirse siempre
cazador, nunca él mismo a su vez posible presa potencial: infatuado y
arrogante con su prolongada invulnerabilidad se dejaba ver con su escolta
china en salas de fiesta, hoteles de lujo, garitos y lupanares, apurando
intensamente los placeres de la vida, tal vez íntimamente consciente de su
brevedad, de su levedad, de la sombra constante de su reverso: la muerte, que
con su comportamiento externo de macho fuerte y poderoso parecía querer
conjurar, y así eludía la niebla gris de la clandestinidad asumiendo el
riesgo de una muerte violenta y prematura. ¿O no tan prematura? Tras una
mañana de resaca procuraba, aprendidas
lecciones del pasado, retomar la prudencia y la moderación en sus
placeres, pero de cualquier modo se comportaba con la típica displicencia y
aire de superioridad yanquis: aunque hacía décadas que vivía entre nosotros y
trabajaba para sus contratistas chinos que le pagaban su sueldo de sangre,
actuaba como un racista arrogante: nos consideraba una especie de raza
inferior a la blanca, y no lo disimulaba … pero pronto se sintió en nuestro
punto de mira, espiado, vigilado, acosado, perseguido, y como una bestia
asustada y peligrosa, mató a tiros a un par de nuestros mejores hombres
cuando estos vigilaban las inmediaciones del lujoso bloque de apartamentos en
el que vivía. También él había conseguido detectarnos, y contraatacó,
contundente, mandándonos esa señal, algo así como: “You are messing with the wrong guy!” “Pero sus
alarmas habían saltado: desconcertado, pidió mayor protección a sus socios
(más que “jefes”) chinos, aunque la rama local taiwanesa llegó a asustarse
por la intervención de la Yakuza, mucho más poderosa, y se planteó hasta qué
punto podían permitirse invertir demasiados recursos en la protección de
aquel hombre, por muy rentables que sus servicios les hubieran resultado
hasta entonces. Al ser
consciente de que nosotros, la Yakuza, habíamos puesto precio a su piel,
mostró su primera señal de debilidad: intentó negociar, pactar, comunicarse
con nosotros, incluso pasarse a nuestras filas, vendernos sus servicios de
mercenario. Era evidente que tenía miedo. Y fui yo, Morimoto Kenzo, el hombre
que lo iba a matar, el que se opuso a esa solución para él cuando algunos de
mis hombres y socios me propusieron que tal vez era una buena idea “ficharlo”
para nuestro equipo, que aquel hombre valía su peso en oro en lo suyo (en lo
nuestro, al fin y al cabo), que podría reportarnos grandes beneficios.
Querían que Morimoto Shingo, mi honorable padre, tomase la decisión final. Me
indigné ante la sola idea de contratar a un extranjero, y mucho menos a un
sucio americano. Recordé, entre dientes, la humillación de las bombas
atómicas, nuestra rendición en la guerra. “¡Jamás!” grité. Y les recordé que
lo que yo decidiera no era sólo la decisión de Morimoto Kenzo sino también la
de Morimoto Shingo. Todos callaron, se inclinaron ante mí, no volvió a
hablarse de contratar a “El Americano”. “¿Desde
cuándo la Yakuza había necesitado de extranjeros, cuándo habíamos contratado
a un maldito yanqui? No, la Yakuza no
iba a ser el nuevo destino laboral de “El Americano”, iba a ser su “destino
final”, un destino final que estaba, literalmente, en mis manos. |