El Blasfemo

 

 

 A lo largo de la carretera empalan a los hombres: desde los muchachos a los viejos, todos los varones en disposición de portar armas. Han preparado las estacas y las clavan en la tierra. Mientras un escuadrón continúa sembrando el terreno de estacas, los otros van colocando a los hombres sobre las puntas. Gritos y llantos, la escena habitual que se repite siempre igual cuando los habitantes de una aldea son masacrados. Al cabo de algunas horas la fila está completa, aproximadamente unas doscientas estacas. Ahora llega el momento de la castración: tres robustos jenízaros, con breves pero eficaces movimientos, cortan los genitales y los arrojan a los perros.

 Detrás de la fila de estacas, la aldea en llamas: el humo negro lleva el olor de la carne quemada: en las cabañas muertos y heridos son devorados por el fuego. Gritos a lo lejos. Son los niños y las mujeres, aparte de una docena que servirán para aliviar a la tropa durante el regreso.

 El incendio devora las últimas cabañas. Los hombres empalados están casi todos muertos o inconscientes. Uno tras otro dos jinetes los van decapitando. Las cabezas quedan sobre la arena. Una advertencia para las otras aldeas cristianas.

 Es hora de partir. Los soldados a caballo. Tras ellos, desnudo, las manos fuertemente atadas a la espalda, una herida en el brazo, Marko. Para él la fiesta comienza ahora y terminará sólo cuatro días después, en Aliza. No son las muñecas martirizadas por una cuerda que nunca le aflojan, las manos hinchadas y violáceas, la falta de comida, las pocas gotas de agua sucia que ha bebido, la herida infecta llena de pus sobre la que revolotean las moscas, no es eso lo que constituye el tormento de este hombre arrogante y fiero, sino las noches salvajes en las que los soldados de la guarnición, uno tras otro, lo han enculado: desfogando sobre él la rabia por sus compañeros muertos y el miedo largo tiempo incubado. Nada más llegar, ante su tienda se agrupan numerosos soldados y hasta la mañana siguiente hay siempre una cola de hombres, muchos más hombres que ante las tiendas de las mujeres y los muchachos: haberle dado por el culo a Marko será un honor del que podrán jactarse durante mucho tiempo. Durante el día la silla de Marko se empapa de la sangre que le sale del culo, pero Marko ni siquiera parece ser consciente de ello. Sólo a ratos se vislumbra en un ríctus de su cara contraída una punzada de dolor muy violento. Yo también he podido gozar de él la primera noche, inmediatamente después del comandante y sus oficiales. Pero ahora ese culo roto ha dejado de interesarme.

 El gobernador me ha propuesto participar en la fiesta nocturna en la prisión. Yo también he bajado a los subterráneos, pero más para ver el espectáculo que para participar en él.

 Marko está en la posición en la que ya lo vi la noche del viaje: a cuatro patas sobre dos sacos, el culo abierto, un soldado con los pantalones bajados que lo penetra con su gruesa polla, los otros en torno que lo incitan a romperle el culo, como si quedara aún alguna cosa que romper. Después uno de los soldados se acerca y orina sobre la cabeza de Marko. Me doy cuenta de que en el suelo hay un gran charco de orina. La escena se repite: uno encula, los otros observan, beben y orinan sobre la cabeza. El espectáculo me aburre. Por no mostrarme indiferente, orino yo también sobre la cabeza. Pero apenas puedo hacerlo sin irritar al gobernador, me marcho.". Veremos si mañana es mejor.

 

 

 La plaza está abarrotada de una multitud en espera de la ejecución. Sobre el estrado yace la estaca, todavía no fijada. La multitud ríe, chismorrea, grita, saboreando con antelación el festín que van a disfrutar. Una masa compacta de hombres: no hay una sola mujer en los espectáculos de este país que ha abrazado con entusiasmo a Alá y que el gobernador ha elegido como sede. Sobre nosotros, el cielo es una pesada cubierta negra, opresiva, no se cuela un soplo de aire y el calor es sofocante. En la tribuna cubierta del gobernador, cómodamente sentados con los pies apoyados en escabeles, al menos se hace más soportable. En la plaza, donde se agolpan a centenares, debe ser un infierno y un olor asfixiante de sudor llega hasta nosotros. Al fin la puerta del palacio se abre y los soldados aparecen. La multitud rompe a gritar, oscilando como si la recorriese una sacudida convulsa. Los soldados avanzan y tras ellos, desnudo, las manos atadas a la espalda, las piernas manchadas de la sangre que le sale del culo, Marko. Tiene la cabeza alta, una media sonrisa de desprecio en los labios. Sube al estrado, mientras la multitud aullante le anticipa su agonía. Desde mi posición lateral lo veo a pocos metros, de perfil. El verdugo, un gigante con el torso desnudo, mira fíjamente a Marko con detenimiento: entre ellos comienza un duelo, del cual es difícil prever el vencedor. Marko quiere mantener su dignidad: el orgullo le empuja a mostrar indiferencia y desprecio hacia la muerte. El verdugo quiere quebrarlo poco a poco, con calma y a su ritmo, quiere hacerlo gritar y gemir, retorcerse y mostrar todo su sufrimiento: no será fácil. El verdugo comienza ahora a preparar la estaca, bajo la mirada indiferente de Marko. La operación es larga y el sudor fluye a raudales por el rostro barbudo y brilla sobre el cuello de toro y el pecho velludo del verdugo, descendiendo por el vientre hasta empaparle los pantalones. También Marko, como todos nosotros, suda abundantemente. La estaca con su punta aguzada está destinada a él, pero, aun sabiendo lo que le espera, el héroe cristiano consigue conservar toda su impasibilidad: quiere ofrecer lo mejor de sí, sin descomponer la figura. A un héroe se le puede romper el culo, pero no forzarlo a mostrar debilidad, a ser humano. 

 El verdugo ha terminado por fin su tarea: la estaca tiene una punta aguzada también en el otro extremo y el gigante la inserta en la apertura ya predispuesta en el estrado y la fija, después aparta el empinado escalón portátil colocado ante ella y se vuelve hacia Marko. Ríe, mirándolo. También la multitud ríe, gritando contra el prisonero. Ahora Marko se mueve: avanza tranquilo y con dos pasos alcanza el borde del estrado, sobre el cual asoma la turba expectante. Los guardias y el verdugo lo miran fíjamente, más estupefactos que preocupados: ninguna fuga es posible para él a través de aquel muro humano. Marko separa bien las piernas, arquea ligeramente la cintura, y con indiferencia, como si fuese contra un muro, comienza a orinar sobre la multitud. Una media sonrisa le aparece en los labios, mientras un chorro de orina oscura riega a los primeros espectadores, aquellos que deben estar ahí desde la madrugada, para asegurarse un buen puesto: ¡pues toma ya!: ya están contentos, con este suplemento del espectáculo totalmente gratuito. Los guardias ríen, con sorna, se lanzan hacia él y lo agarran por los brazos, uno a cada lado, mientras él sigue meando, tranquilamente, sobre la multitud que rabiosa lo increpa, lo insulta. Lo fuerzan a girarse y él no deja de orinar, por lo cual las salpicaduras alcanzan a uno de los guardias. Éste maldice, lo insulta también y le da un violento tirón, que Marko encaja tambaleándose apenas. Por fin deja de mear.

 Los dos soldados lo empujan bruscamente, uno irritado, el otro divertido, hacia el palo y él avanza tranquilo, sin que ningún gesto suyo traicione la consciencia de la agonía que lo aguarda. Sube sin dudar el escalón colocado ante la estaca. Sobre la plaza desciende un silencio pesado, tenso de espera. El verdugo ríe mientras le pasa los brazos bajo los muslos, después lo levanta y con las manos le separa las piernas. La multitud explota en un grito de exaltación, después calla nuevamente. El verdugo levanta ligeramente el cuerpo, lo coloca en la posición justa, lo hace descender hasta que toca la punta del palo. Marko permanece totalmente impasible. El verdugo coloca las manos sobre las nalgas, las separa. Marko apenas se sobresalta mientras el palo comienza a penetrarlo. Después, con un movimiento rápido, el verdugo se inclina, le aferra los tobillos y tira hacia abajo. El cuerpo de Marko desciende sobre el palo y el grito de alegría y de odio de la multitud sacude y hace temblar la plaza. En el rostro de Marko es evidente la tensión, la contracción de los músculos, pero ni un gemido, ni un ríctus de dolor. El verdugo desciende y aparta el escalón. Marko permanece suspendido en el palo. La multitud ríe y comenta, satisfecha. La agonía del héroe ha comenzado. Es en este momento que se siente su voz, clara, fuerte, que parece salir casi sin esfuerzo de aquel cuerpo ya condenado:

-            ¡A tomar por el culo el sultán y su putísimo …

 No puedo escribir la palabra que Marko grita en la plaza: si alguien la leyese, yo mismo podría terminar como Marko.

 La multitud vacila, el silencio es total, los rostros estupefactos, las bocas abiertas de par en par ante las palabras impronunciables, ante la profanación inaudita. Me entran ganas de reír, pero me controlo: tan sólo una media sonrisa me costaría la vida. Marko vence, arrasa, regurgita con sus sonidos agudísimos el ultraje repentino, apuntando hacia lo alto, tan hacia lo alto que los aniquila. La voz de Marko resuena ahora, triunfante: es la voz del vencedor, no la del que ha sido vencido.

-            ¡A tomar por el culo el sultán y el maricón de su …

  El grito, el grito inhumano que sale de todas las bocas, que cubre la voz de Marko, el grito de odio absoluto. Mil voces que con palabras diversas gritan una sola cosa: haced callar al blasfemo. El gobernador ha dado ya una orden, el verdugo se acerca, su mano izquierda aprieta la garganta de Marko, forzándolo a abrir de par en par la boca, la derecha mueve rápida el puñal. Un instante después de la boca de Marko mana sangre en abundancia, en las manos ensangrentadas del verdugo hay algo rojo también. El blasfemo no hablará más. Un guardia hace subir a un perro al estrado. El verdugo le arroja la lengua del héroe.

 El tiempo pasa. El calor es cada vez más fuerte, ya es insoportable, no se puede respirar, el olor de sudor que sale de la plaza es ya un tufo que corta el aliento. No me atrevo ni a pensar qué significa esta espera para los que están en la plaza, donde todos están acalorados hasta lo inverosímil, para el mismo Marko, con el palo en el culo; pero ninguno se mueve, ninguno quiere perderse un espectáculo que todavía no está, pero que no puede faltar. Marko no se retuerce, mientras su cuerpo va descendiendo muy lentamente. Está bañado en sudor, que le pega los largos cabellos al rostro y hace brillar su cuerpo de guerrero. Cuerpo bien construido, hombros potentes, torso ancho sobre el cual la sangre que mana de la boca dibuja un amplio abanico con franjas y estrías rojas que descienden hasta la maraña peluda del pubis; brazos musculosos, hinchados y tensos bajo la presión de la cuerda; piernas potentes, en suspensión una a cada lado del palo; polla grande y vigorosa, de verdadero macho. Ninguna hembra podrá gozarla ya. Su cuerpo es ya comida para los perros, para los gusanos. Del culo la sangre resbala por el palo. Pero nada parece vencer su impasibilidad: héroe hasta el último momento. La multitud comienza a exigir a grandes voces su castración. El verdugo mira al gobernador. Éste le hace una señal de asentimiento. El espectáculo se vuelve aún más interesante.

 El verdugo se coloca ante Marko y le aferra los genitales. Antes de cortar comienza a apretar. Su mano estruja y ahora, por primera vez, el rostro de Marko parece descompuesto por un ríctus de dolor, por un grito atroz que no puede emitir. La multitud calla, para sentir los gorgoteos del blasfemo, absorta en observar al verdugo, al fin recompensada tras su larga espera. Entonces el verdugo extrae de la cintura el cuchillo y comienza a cortar. Y finalmente Marko se retuerce, en un espasmo animal, desprovisto de toda consciencia humana: el héroe ha perdido la máscara, ahora es una pobre bestia acuchillada que gritaría sin contención alguna si pudiese hacerlo. Su cara retorcida por el dolor, la boca abierta de par en par en el grito mudo, el cuerpo lanzado hacia lo alto, en una imposible fuga del cuchillo y del palo, las piernas que se agitan en el vacío, finalmente Marko deja que su cuerpo se exprese sin restricción. A su dolor responde la alegría de la multitud, esta sí de nuevo dotada de voz. El verdugo se desplaza y se vuelve hacia la plaza, alzando la mano con su trofeo, el vientre, las manos, los brazos rojos de sangre: a lo largo del brazo le fluye la sangre que mana del rojo trofeo y le llega a la axila. Sangre del héroe. Héroe sin polla, sin cojones, sin lengua, con el culo reventado. Pero sobre él se escribirán canciones de gesta, sobre este cuerpo que todavía palpita, sobre la cabeza vuelta hacia atrás que oscila lentamente, sobre la herida de la que mana abundante la sangre, sobre su última blasfemia. Ahora la cabeza cae sobre el pecho, el héroe está sumido en un letargo del cual nadie parece poderlo sacudir.

 Y en este momento, las primeras gotas de lluvia descienden sobre nosotros. Pocas gotas, después un trueno que parece desgarrar el cielo, un relámpago que ilumina la plaza  y finalmente el diluvio: la lluvia se derrama sobre la tierra con violencia, inundando a la multitud, a Marko, al verdugo. ¡Al fin un poco de frescor!

 Miro al verdugo, al que ahora veo de perfil, entre nuestra tribuna y Marko. El agua que cae lo lava y le empapa los pantalones. Ahora, magnífica bajo el tejido negro, aparece evidente una majestuosa erección: castrar a Marko lo ha excitado. En cuanto a este, al héroe cristiano, la lluvia le está lavando la sangre del torso y del vientre; entre la fronda de pelo en torno a la herida es ahora visible un muñón, todo lo que resta de su virilidad. Río. También el verdugo mira el pedacito de polla que ha quedado y ríe, después se coloca a su costado, casi sugiriendo la competición, y con un gesto decidido se baja los pantalones. Su triunfal erección aparece espléndida y casi inquietante, útimo escarnio para el héroe cristiano: una polla de toro contra el ridículo muñoncito. La multitud estalla en un estruendo, las risotadas y las chanzas obscenas se entrecruzan. Ahora el verdugo se coloca detrás de Marko y se apoya contra su espalda. No entiendo al instante lo que quiere hacer, pero las risotadas de la multitud me hacen entender. Visto desde delante da la impresión de que encula a Marko. Yo veo su gruesa polla contra el palo. El verdugo agarra a Marko por la cintura y tira de su cuerpo hacia abajo. Marko sale de su sopor y su cara se contrae en un ríctus de dolor mientras el palo penetra hondo en su cuerpo. Ahora sus nalgas están a la altura de la cabeza de la polla del verdugo que, oscilando las caderas, la restrega burlón entre los muslos del condenado. Las risotadas de la multitud son ahora un estruendo. Ahora es la cara del verdugo la que se contrae en un ríctus. Se corre. Veo el chorro que parece salir de entre las nalgas de Marko y se dispara hacia arriba. La multitud grita su alegría. El verdugo se exhibe todavía. Su miembro poderoso está ahora casi en reposo.

 Marko parecía haber recaído en el sopor que precede a la muerte, pero la lluvia que se derrama ahora como un diluvio parece sacudirlo. Mueve un poco la cabeza, en un ríctus de sufrimiento, entonces comienza a agitarse. Río: sus movimientos, con los que pretende huir de la punta que lo penetra, hacen deslizarse su cuerpo sobre el palo, que ahonda cada vez más dentro de él. El nuevo dolor lo lanza a agitarse aún más, lo que lo hace descender más todavía, con una serie de muecas, mientras más sangre le sale por la boca: querría gritar, pero no puede. Se retuerce aún más, y aún más su cuerpo desciende, bajo esta lluvia benéfica que nos regala frescor y un suplemento de espectáculo. Al poco Marko vuelve a hundirse en la inconsciencia, ya definitivamente, y sus pies tocan el suelo. El verdugo vuelve a alzarse los pantalones sobre la polla espléndida.

 Pasa un tiempo. La lluvia ha cesado, el velo negro se rasga y aparece el sol. Un denso vapor asciende desde la plaza. Marko está todavía vivo, pero ya insensible. La multitud está saciada. A una nueva señal del gobernador el verdugo avanza con el martillo de madera y comienza a golpear a Marko alternativamente en ambos hombros. El cuerpo desciende, las piernas se doblan. A los primeros dos golpes hay todavía una reacción de Marko, que alza la cabeza, abre los ojos de par en par y contrae rígidamente los músculos. Pobre marioneta. Después el cuerpo se afloja sin resistir más, con un último grito de la multitud. El ayudante del verdugo mantiene el cuerpo en la posición correcta, para que el palo lo atraviese completamente. Ahora el culo de Marko está casi tocando el suelo. El ayudante del verdugo le endereza las piernas: Marko parece sentado con las piernas estiradas hacia delante. Unos últimos golpes y el palo sale por la boca de Marko. En la punta el verdugo le ensarta los genitales. La multitud ríe y grita, embriagada por el espectáculo: ha sido un día feliz el de hoy.

 El cadáver de Marko, con el palo que le sale por la boca, la polla y los cojones clavados en la punta, es un espectáculo ridículo. Pienso en el bandido musulmán que he visto empalado en Roskavic: en lo alto del palo, por lo que sus pies estaban a un metro de la tierra, las cuencas de los ojos sangrantes después de que se los hubiéramos sacado, la cabeza de la polla cortada (como a menudo hacen los cristianos con los musulmanes circuncisos), era un espectáculo en todo caso grandioso e inquietante. Las órbitas oculares vacías parecían atravesar al que se paraba a mirarlo y los hilos de sangre que le fluían por el rostro aumentaban la sensación de amenaza. Lamento no haber podido asistir al momento en el que lo empalaron. En comparación con el suyo, el cuerpo de Marko contraído y sentado, es risible.

 Este cadáver, recubierto de moscas, permanecerá en la plaza una semana. A pesar del olor insoportable, muchos vendrán a verlo, a cagar y a orinar sobre él. Después de una semana el cuerpo será arrojado a un estercolero. Un digno final para un gran héroe.

 

Autor original italiano: Ferdinando

Traducción castellana-española: Carlos Hidalgo

 

 

 

 

 

 

 

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