El prisionero

 

 

 Están huyendo, porque ya cualquier resistencia es imposible: los aztecas y sus aliados son mucho más numerosos y están empeñados en vengar a su emperador asesinado y exterminar a todos los españoles.

 Marchan en columna, sin hablar, cargados del oro que han saqueado y de algunas provisiones. Alguno ha cogido solamente el oro, pensando que si hubiera necesidad de comida, podrá comprarla o tomarla por la fuerza. En torno a ellos la ciudad está sumida en el silencio de la noche y Cortés ha hecho vendar las pezuñas de los caballos para amortiguar el ruido. No parece que haya centinelas. Si no son avistados, conseguirán alejarse sin problemas. Para atravesar los canales llevan consigo algunas pasarelas.

 Cae una lluvia abundante, persistente. Muchos maldicen, pero Aleixo está contento por el frescor que les ofrecen el agua y la noche. Muchos de sus compañeros soportan bien el clima del Nuevo Mundo: los hombres de la Meseta están acostumbrados al calor infernal del verano, que sucede al hielo del invierno, y en el altiplano de Tenochtitlán se encuentran a sus anchas. Aleixo en cambio viene de Galicia, donde los vientos del Atlántico suavizan el calor estival, y padece el clima tórrido de estas tierras. Incluso ahora, a pesar del frescor, suda por la carga que lleva. Se han cargado en exceso, todos, a pesar de la recomendaciones de sus capitanes: no quieren renunciar al oro que han conquistado. Han atravesado el océano con la esperanza de enriquecerse, han metido la mano en un auténtico tesoro y no quieren huir con las manos vacías.

 Todo parece estar saliendo de la mejor manera posible: no parece que los aztecas se estén dando cuenta de nada. Diego, que camina al lado de Aleixo y de Ramón, ríe y dice en voz baja:

-            Volveremos a casa ricos.

Ramón sacude la cabeza:

-            El camino para volver a casa es largo. Debemos salir de esta puta ciudad y después conseguir alcanzar la costa.

 Aleixo está perplejo.

-            No creo que nuestro comandante tenga intención de renunciar a conquistar la ciudad.

 Aleixo está seguro de que para Cortés se trata solo de una retirada, provisional. El comandante tiene intención de apoderarse de Tenochtitlán, a cualquier costa. Ha quemado las naves después del desembarco para que a todos quedase claro que no había ninguna posibilidad de renunciar a la empresa.

 En aquel momento se sienten unos gritos provenientes de la cabeza de la columna. Aleixo y sus compañeros no pueden percibir qué es lo que se grita, pero está claro que han sido descubiertos: alguien les ha avistado. Ellos forman parte de la retaguardia y por lo tanto corren aún más riesgo: si terminaran separados del resto de la columna, estarían perdidos.

-            ¡Mierda!  Esto huele mal.

 Los gritos se multiplican y pronto está claro que los aztecas están atacando. Llegan a lo largo de los canales, en embarcaciones, por las calles y los puentes. Estalla el combate en torno a ellos. Aleixo se libera de su carga de oro: ahora se trata de abrirse paso e intentar salvar la piel. Es un soldado experto, mucho más que sus compañeros, valeroso y muy fuerte: sería desde hace tiempo uno de los comandantes si su humilde origen y el ser hijo de una mujer hebrea conversa no lo excluyeran de toda posición de mando. Golpea en el pecho a un guerrero que le cierra el paso, después a un segundo y a un tercero. Decapita con un movimiento rápido de la espada a otro que intentaba golpearlo y afronta a dos enemigos, conteniéndolos. Consigue al fin ensartar la espada en el vientre de uno de ellos y mientras el otro intenta golpearlo, se gira, colocando el cuerpo atravesado del enemigo entre el suyo y el de su adversario. Extrae la espada y mientras el guerrero herido se desploma al suelo agonizante, ataca al otro hombre y lo golpea en un hombro. Para un golpe y mata también a este adversario.

 Ha matado a seis hombres, pero la situación es desesperada: están rodeados y constantemente nuevos guerreros atacan al disperso escuadrón que ha quedado aislado. La batalla es una masacre y pronto los canales se llenan de cuerpos sin vida: los soldados españoles y sus aliados indígenas, los guerreros aztecas, las mujeres, los caballos. Los cadáveres son tan numerosos que en algunos tramos emergen del agua.

 Ramón salta sobre el cadáver de un indio que emerge del agua del canal, sobre la carcasa de un caballo, y avanza, intentando alcanzar la otra orilla. Un guerrero azteca se lanza sobre él, pero la espada no consigue atravesar la cota de malla metálica que protege el torso del español. Ramón aprovecha para golpear al adversario, hundiéndole la espada en el hígado. El hombre se desploma, pero un segundo guerrero ataca al español y lo hiere en el brazo derecho. Ramón siente la punzada. Gime, pero no quiere ceder, no quiere morir. Tiene dificultad en maniobrar el miembro herido, por lo cual aferra la espada con la mano izquierda y traspasa al azteca, que cae sobre los otros cadáveres, la cabeza bajo el agua, el cuerpo emergiendo. Un guerrero se lanza contra Ramón, que agarra la espada con las dos manos, para clavársela al adversario. Pero este es más rápido y ensarta la hoja en el vientre de Ramón, bajo el borde inferior de la cota de malla. La espada atraviesa el cuerpo de Ramón y no sale. El dolor es atroz y Ramón lanza un grito. Se tambalea, mientras la espada le cae de las manos. El adversario extrae la hoja y la enfila esta vez bajo la barriga, cortando la polla del soldado español. Ramón grita otra vez, un grito ahogado, desesperado, después cae sobre los cadáveres que taponan las aguas del canal. El pecho sobre uno de los cuerpos que emergen, la cabeza termina en el agua, pero Ramón la levanta para respirar: aunque ya no tiene ninguna posibilidad de salvarse, el suyo no quiere rendirse a la muerte. El guerrero que lo ha abatido le aprieta el pie sobre la cabeza, sumergiéndola en el agua. El soldado no tiene ya fuerza para liberarse del peso que lo aplasta. Agita un poco las piernas, mientras el agua le inunda la garganta y los pulmones, después el mundo se desvanece y el cuerpo permanece inmóvil.

 Diego ha conseguido también matar a un adversario, pero mientras afronta a un segundo guerrero es atacado a su espalda por dos hombres. Se revuelve, pero un tercer guerrero se une a los dos atacantes y los tres consiguen hacerle caer la espada e inmovilizarlo. Lo despojan de la cota de malla y le atan las manos detrás de la espalda. Diego mira a su alrededor, desesperado. Sus compañeros están en su mayoría muertos, los supervivientes son prisioneros como él, desnudos e inermes. Solo Aleixo combate todavía. Tiene algunas pequeñas heridas en el pecho, porque no lleva una armadura: nunca ha tenido el dinero suficiente para comprarse una, ni siquiera una cota de malla, como Ramón y Diego.

 Los guerreros aztecas rodean a Aleixo, que sabe que no tiene ninguna esperanza. Un guerrero alza el brazo y lo mueve en un gesto decidido. Todos los demás se detienen. El hombre es evidentemente un comandante. Es más alto y robusto que sus compañeros, más similar en corpulencia a Aleixo que a sus compatriotas. Viste un traje ceñido que usa para los combates y en la nariz un adorno de oro, que brilla a la luz de las antorchas, mientras bajo el labio lleva atravesado un alfiler, dorado también.

 El guerrero ataca, blandiendo la espada con la hoja de obsidiana. Aleixo se defiende y contraataca. No le desagrada tener como adversario a este guerrero formidable: sabe que su destino está señalado, porque aunque consiguiera matar a su rival, sería atravesado por los otros o capturado y liquidado más tarde. Sería un honor para él morir a manos de este hombre vigoroso.

 Entre estos dos combatientes muy fuertes la lucha es durísima y prolongada. El guerrero para los golpes con el escudo y ataca sin darle tregua a Aleixo, que se ve obligado a retroceder. El español está cansado: ha afrontado y abatido muchos guerreros y la fatiga se hace sentir. Aunque su adversario debe haber combatido también por largo tiempo, ninguno de los dos se sustrae al encuentro.

 El guerrero consigue herir a Aleixo dos veces, en el brazo izquierdo y en el muslo derecho, pero son apenas arañazos, de los que brota un poco de sangre, sin debilitar al soldado. A su vez este golpea al azteca en el hombro izquierdo y después en una pierna.

 A medida que el combate prosigue, Aleixo se da cuenta de que no conseguirá resistir mucho tiempo. Morirá combatiendo, una muerte gloriosa: no era lo que buscaba en el Nuevo Mundo, pero sabía que su aventura podía concluir así.

 En cierto momento el hombre le agarra la muñeca derecha, bloqueando su impulso. Aleixo aferra a su vez el brazo derecho del hombre. En una prueba de fuerza los dos intentan obligar al otro a dejar caer el arma. Ahora sus cuerpos están muy cerca y, absurdo, incomprensible, Aleixo nota el deseo que enciende su cuerpo e incluso siente lo mismo en el cuerpo del guerrero. Aleixo está desorientado y todos sus sentidos sucumben. El hombre le retuerce la muñeca. Aleixo intenta resistir, pero su cuerpo cede ante este adversario que lo sojuzga. La hoja le cae de la mano. Un rodillazo en los cojones le arranca un grito, un puñetazo impacta en su vientre, luego otro, y otro. Aleixo cae de rodillas, un poco de mierda le brota del culo. Ante su rostro tiene la gruesa polla del guerrero, tiesa. La mano del hombre le agarra la cabeza y la aprieta contra su vientre. Aleixo puede sentir en la cara la polla, gruesa y dura, del hombre que lo ha abatido. Toda voluntad de resistencia se desvanece. Se rinde.

 A un gesto de su adversario, los otros guerreros se le echan encima. Lo desnudan, sin que Aleixo se oponga, y le atan las manos detrás de la espalda.

 También los otros prisioneros han sido desnudados. Los ponen en fila. Diego está un poco más adelante, una mirada de terror en los ojos.

 Los prisioneros son conducidos a lo largo de las calles de la ciudad hasta un edificio al lado de uno de los templos. El cortejo entra en una galería, alumbrada por antorchas. Les hacen caminar a lo largo de un corredor y los distribuyen en grupos de cuatro en las celdas. Diego y Alexio están en la última celda. Los hombres les obligan a tenderse y les atan firmemente los tobillos, después salen cerrando la puerta. La celda se sume en la oscuridad.

 El suelo de la celda es de piedra y está húmedo por la infiltración de agua. Diego querría ponerse de pie, para huir del frío que le atormenta la espalda, pero atado como está no le es posible: tan solo consigue sentarse.

-            ¡Nos van a matar!

 Aleixo no dice nada. ¿Qué podría decir?  Están muertos, ya. Lo único que pueden esperar es que su final sea rápido.

 Uno de los otros dice:

-            ¡Mierda!  ¡Nuestros compañeros nos han abandonado, qué hijos de puta!

  Aleixo sacude la cabeza, aunque ninguno lo puede ver.

-            ¿Qué coño podían hacer, Manolo?  Han intentado salvar el pellejo, como todos nosotros.

  En la voz de Diego vibra la angustia:

-            ¿Y ahora?

-            Solo nos queda esperar la muerte, Diego. Estamos jodidos.

 Diego calla. A Aleixo le parece que está sollozando.

 La espera no dura mucho. Pronto se sienten a lo lejos los tambores: la gran fiesta por la victoria ha comenzado. Se sienten voces, pasos en el corredor, los gritos de un soldado español que es arrastrado a la calle. Una detrás de la otra las puertas de las celdas se van abriendo. Algunos prisioneros gritan o blasfeman, otros recitan oraciones. En la celda se sienten las voces de los soldados que son llevados afuera.

 Finalmente la puerta de su celda se abre. Las antorchas iluminan los rostros de los ayudantes de los sacerdotes, con las plumas ensartadas en los cabellos negros. Llevan solo unos suspensorios y a la luz de las llamas el sudor que cubre sus cuerpos brilla. Tres de los prisioneros son levantados, el rostro hacia el techo, y llevados así, cada uno de ellos. Solo a Aleixo le cortan las cuerdas que le atan los pies, de modo que pueda caminar entre dos guerreros, detrás de los hombres que llevan en alto los cuerpos de sus compañeros.

 Diego se debate, pero tiene las manos y los pies atados y no puede hacer nada. Por encima de él ve discurrir, a un palmo de su cuerpo, el techo bajo del corredor, iluminado por las antorchas.

 Salen por fin al área abierta. La pirámide está frente a ellos. Las antorchas iluminan el recorrido hasta lo alto, donde los sacerdotes esperan, los cuchillos manchados de sangre. La sangre que fluye por los peldaños. Sus compañeros han sido sacrificados a los dioses. La misma suerte que les espera a ellos.

 Diego no puede ver lo que sucede, pero sabe que va al encuentro de la muerte. Un terror ciego lo invade. Grita, desesperado, mientras los hombres que lo llevan van subiendo los escalones y el mundo le parece vuelto del revés. Mira a los dos compañeros que son llevados como él y al pie de la pirámide ve a Aleixo, entre dos guerreros.

 Lo ponen sobre el altar del sacrificio. Diego siente bajo él la piedra mojada: sabe que es sangre, sangre a la cual en poco tiempo se añadirá la suya. El terror le hace perder el control de los esfínteres. El sacerdote levanta la mano en la que aferra el cuchillo sacrificial. Diego lanza un nuevo grito, que la hoja rompe, introduciéndose de repente bajo el esternón. Le falta el aliento y el dolor violento le arranca solo un gemido ahogado. El sacerdote introduce la mano en la herida abierta. Diego no tiene ya fuerza para gritar el sufrimiento atroz que lo atormenta. Con breves movimientos expertos el sacerdote agarra el corazón y lo arranca de la caja torácica. Lo levanta en alto, y después el cadáver es arrojado al pie de la pirámide, por la parte opuesta a aquella en que se encuentra Aleixo.

 Aleixo ve sacrificar a los otros dos soldados, los últimos que quedan del grupo de prisioneros. ¿Y ahora?  ¿Le harán subir los escalones por su propio pie, sin llevarlo?  ¿Es un honor que le reservan por haber combatido con coraje y matado a muchos adversarios?  Aleixo no tiene miedo. Está ya resignado a la idea de morir.

 Dos hombres se colocan a su costado, flanqueándolo, un tercero hace una señal y se da la vuelta. Los hombres lo agarran cada uno por un brazo y lo obligan a moverse. Aleixo obedece, dócil: resistirse no tiene ningún sentido. No es un cobarde y no morirá como un cobarde. Pero no suben la pirámide. Se alejan del templo y llegan a un embarcadero.

 Lo hacen subir a una barca, que se desliza rápida a lo largo de un canal y después pasa a otro, hasta llegar a una casa grande de dos plantas. En el tiempo que ha pasado en Tenochtitlán Aleixo ha visto que las casas tienen normalmente una sola planta, porque a menudo son construidas sobre palafitos, sobre un fondo poco estable. Sólo las residencias de quienes ocupan una posición importante tienen más de una planta y con toda seguridad el guerrero que lo ha abatido es un noble, porque vive en un verdadero palacio.

 Le hacen atravesar diversas estancias, amuebladas de modo sencillo: deben ser las de los sirvientes. A juzgar por el número de habitaciones a través de las que Aleixo va pasando, el palacio debe ser enorme. Entran finalmente en un amplio salón con las paredes cubiertas de pinturas. A la luz de las antorchas Aleixo ve que representan sacrificios humanos, como a los que hace apenas un momento ha asistido. Una puerta muy baja, que lo obliga a inclinarse, conduce a un pasillo, a un lado del cual se abren tres estancias. Lo hacen entrar en la tercera, una pequeña habitación desnuda, donde lo dejan. La celda tiene dos puertas: aquella por la que ha entrado y otra en el lado opuesto.

 Mientras salen los sirvientes, Aleixo mira a su alrededor, antes de que la estancia se suma en la oscuridad. Hay tan solo una estera en el suelo, sobre la cual Aleixo se sienta. No sabe dónde se encuentra, qué es lo que le espera. La única certeza es que morirá pronto: los aztecas quieren vengar a su emperador y con total seguridad lo matarán, como han matado a todos los demás soldados capturados.

 Está cansado: debe ser ya casi por la mañana y no ha dormido. Se tiende y pronto se adormece. Mientras duerme unos sueños lo agitan. Sueña que la puerta de la celda se abre y consigue huir a lo largo de las calles desiertas de la ciudad, ve a lo lejos a sus compañeros y está a punto de alcanzarlos cuando, de repente, aparece frente a él el guerrero que lo ha abatido, una espada en la mano y la gruesa polla tiesa. Aleixo busca su espada, pero no tiene espada. No puede defenderse.

 Se despierta con un sobresalto, sudando. Ya es de día: la puerta opuesta a aquella por la que ha entrado filtra la luz: debe dar a una calle o a un patio.

 Poco después de despertar ve entrar a dos sirvientes. Llevan un cubo de agua, que le derraman sobre la cabeza , después le lavan el cuerpo con una espuma que Aleixo ha visto usar en los meses transcurridos en la ciudad. Los dos hombres se intercambian algunas frases y ríen. Parece que es sobre todo el vello espeso que cubre el cuerpo de Aleixo lo que suscita su interés, porque juguetean con la mata peluda del bajo vientre. Finalmente lo enjuagan y lo secan con cuidado.

 Después abren la segunda puerta y Aleixo puede ver que da a un pequeño patio circundado de otros muros. En el centro hay un bloque de piedra, cuadrado, con los lados cubiertos de esculturas. Pudiera ser un altar. ¿Lo sacrificarán ahí?  ¿Un ritual privado en lugar de un sacrificio público?

 Cuando los dos sirvientes salen, entra el guerrero que lo ha abatido. Viste un manto con una vistosa decoración de grandes soles dorados en relieve sobre un fondo rojo encendido. Joyas de oro y piedras preciosas le adornan las orejas, el cuello, los brazos y los tobillos, además de dos alfileres ensartados en la nariz y bajo el labio que Alexio ya le ha visto. En la cabeza un tocado de plumas multicolores testimonia finalmente su alto rango.

 El hombre se coloca frente a él y sonríe. Con una mano le agarra los cojones y aprieta con decisión. Aleixo se sobresalta. La presión es cada vez más vigorosa y el soldado no consigue ocultar el dolor, que le deforma la cara en una mueca. Por su frente resbalan pequeñas gotas de sudor.

 El guerrero ríe y deja su presa. Le coloca una mano en el cuello y aprieta. Aleixo siente que le falta el aliento. ¿Morirá así, estrangulado por el guerrero que lo ha abatido?  Pero el guerrero sonríe y retira la mano: parece que se está divirtiendo al ver la impotencia del prisionero, que ahora está en sus manos, sin ninguna posibilidad de defenderse. Hace una señal a uno de los sirvientes que lo acompañan. Este le retira el manto y el suspensorio, al igual ricamente decorado.

 Se gira, colocándose detrás de él, le agarra nuevamente el cuello y, presionándolo, lo empuja fuera de la estancia, obligándolo a pasar al patio. Aleixo no opone resistencia. ¿De qué serviría?  Ante la piedra el guerrero lo golpea en el vientre dos veces. Mientras Aleixo boquea de dolor, el hombre lo fuerza a inclinarse hacia delante. Ahora el pecho está apoyado en la piedra, las piernas sostenidas en el suelo. El guerrero le aprieta una mano en la espalda. Aleixo permanece en la posición en  que el hombre lo ha colocado, mientras dos sirvientes le separan las piernas.

 Solo en el momento en que siente en el agujero del culo una fuerte presión, comprende: el guerrero está a punto de encularlo. Aleixo nunca ha sido poseído e intenta resistirse, pero tiene las manos atadas detrás de la espalda y ya la polla del guerrero se va abriendo paso entre sus nalgas, mientras la mano lo fuerza a permanecer doblado hacia delante, el torso sobre el altar.

-            ¡Mierda!

 La polla avanza, inexorable, dilatando. El dolor es atroz. Aleixo hubiera preferido morir en combate, pero está en manos del guerrero que lo ha derrotado y que ahora se sirve de él para su propio placer, humillándolo.

 El hombre lo folla durante un largo tiempo y al fin Aleixo siente el semen derramarse en sus vísceras.

 El guerrero se retira. Agarra a Aleixo por los cabellos y lo fuerza a ponerse de rodillas. Le acerca la cabeza a la polla, como ha hecho al final de su duelo, en un gesto de desprecio. Con una mano le aprieta el cuello. Aleixo abre la boca para respirar y el hombre le enfila el miembro, ya no rígido, pero aún hinchado de sangre, entre los labios. Aleixo querría morder, pero el estupro lo ha desprovisto de toda voluntad. No está en condiciones de oponerse a este guerrero que lo ha derrotado y lo ha estuprado.

 El guerrero le dice algunas cosas, pero Aleixo no comprende, porque conoce pocas palabras de la lengua, casi todas referidas a la comida.

 El chorro de orina lo sorprende. Traga, tose, escupe. El guerrero lo agarra por los cabellos y lo hace caer a tierra, después continúa orinando, dirigiendo el chorro a la cara del prisionero. Después el pie aprieta el escroto de Aleixo. La presión aumenta hasta hacerse insoportable, pero antes de que el peso estruje los cojones, el hombre levanta el pie y se aparta.

 Aleixo permanece tumbado en el suelo, los cojones y el culo doloridos, humillado. Piensa que sus compañeros han sido afortunados al morir en la batalla o ser sacrificados. No han pasado por la humillación del estupro. Aunque para él la muerte está a la espera, no será sin embargo rápida.

 Al día siguiente, el guerrero regresa. Viste otro manto, con mariposas de plumas blancas y rojas, sobre un fondo azul. Es evidentemente un hombre de gran riqueza, que puede cambiar todos los días de manto.

 El guerrero lo hace llevar al altar y lo encula nuevamente. Aleixo ha renunciado a resistirse: sabe que no podrá salvarse.

 Después de haberlo poseído el guerrero no se retira. Pasado un momento, Aleixo siente un líquido derramarse en sus vísceras: el hombre está orinando dentro de él. Cuando ha terminado se retira. Los sirvientes levantan a Aleixo y el guerrero lo golpea tres veces en el vientre. Aleixo pierde el control de los esfínteres y el líquido fecal le sale por el culo. El guerrero ríe y lo empuja al suelo, sobre el charco de orines y excremento. Nuevamente con el pie aprieta sus cojones. El dolor se incrementa. Aleixo intenta contener los gemidos, pero al fin el sufrimiento es demasiado fuerte y le arranca un grito.

 El tercer día, después de haberlo poseído, el guerrero llama a cuatro sirvientes. Aleixo se pregunta si finalmente lo van a matar. Sólo desea morir.

 Lo fuerzan a tenderse con la espalda sobre el altar y lo sostienen firmemente. Uno de los sirvientes da a su amo dos objetos de dimensiones reducidas. El hombre se los muestra: son dos pequeñas cuchillas. Hay una sonrisa socarrona en el rostro del guerrero y Aleixo siente un escalofrío recorrerle la espina dorsal. Con una sacudida intenta liberarse, pero la tenaza de los brazos que lo apresan es muy fuerte: el soldado está completamente inmovilizado.

 El hombre le agarra el escroto y acerca la pequeña cuchilla. Aleixo la siente punzarle la piel, después penetrar y atravesar completamente un testículo. El dolor le arranca un grito de bestia en el matadero, mientras intenta de nuevo soltarse. El guerrero mueve apenas la mano, sin soltar la bolsa, y atraviesa el otro cojón del soldado. Aleixo siente el dolor explotar y arrollarlo: el mundo da vueltas a su alrededor hasta que se desvanece.

 Lo despierta el chorro de orina que le da de lleno en la cara. Los sirvientes lo agarran y lo arrastran hasta la estancia que es su prisión. El dolor en los cojones es insoportable. Alexio querría extraerse las cuchillas pero como siempre tiene las manos atadas: sólo se las desatan para permitirle comer y beber.

 Los días siguientes el guerrero lo ignora. Dos sirvientes se encargan de él y cada día le vierten sobre el escroto un líquido que quema. Le dan comida abundante: sopa, galletas, carne.

 Después de una semana el dolor se ha amortiguado. Las dos cuchillas están todavía allí, atravesando los cojones, de los cuales sobresalen apenas.

 En la celda entra un hombre, que Alexio tiene la impresión de haber visto ya, y se dirige a él en español: debe ser uno de los intérpretes que Cortés utilizaba, uno de los aliados que han aprendido la lengua de los invasores. Quizá sea él también un prisionero y lo mantienen con vida porque el conocimiento del español lo vuelve valioso.

-            Kuohtli decir su eunuco puede vencer siete guerreros. Tú enfrentar ellos. Si ellos matar a ti, será vergüenza para ti. Tú debes matar todos ellos. Así tú ser digno de sacrificio.

 Aleixo querría preguntar, pero el hombre sale poco después de haber transmitido su mensaje, sin prestarle más atención.

 Aleixo se queda pensativo. Está prisionero desde hace diez días, en los cuales ha permanecido completamente inactivo, pero eso no le preocupa. El dolor en los testículos se ha atenuado y no le impedirá combatir. ¿Pero qué sentido tiene este desafío si en cualquier caso lo espera la muerte?  Por otro lado Aleixo sólo desea morir. Puede dejar que el primer guerrero con el que luche lo mate, pero sería humillante para él. ¿Y entonces?  Ha sido estuprado, el guerrero le ha orinado encima, en la boca y en el culo, acuchillado sus cojones, lo que lo convierte verdaderamente en un eunuco. ¿Qué cambiaría dejarse matar o intentar salir vencedor del desafío?

 

 Al atardecer es llevado a una amplia sala del palacio.

 Kuohtli, el guerrero que lo ha derrotado, capturado y estuprado, está sentado en un asiento que parece casi un trono. Viste un manto con motivos de conchas marinas, sobre un fondo de cascadas de agua en parte de un azul claro y en parte de azul oscuro, con una hermosa franja de plumas blancas. Junto a él, aunque sentados en un estrado inferior, están otros hombres que, a juzgar por sus vestimentas, deben ser de rango elevado, si bien menos importantes que Kuothli: sus mantos tienen motivos decorativos más simples, con combinaciones de solo dos colores. A sus pies, sentados en el suelo, están desplegados en formación siete guerreros, que visten tan solo suspensorios. Aleixo los mira: sabe que son los hombres que deberá afrontar. ¿Lo atacarán todos juntos?  Es difícil, no tiene sentido.

 Cuando entra en la sala los hombres lo miran. Algunos ríen. Uno apunta con el dedo señalando sus testículos atravesados por las cuchillas. Otro se lleva la mano a los cojones. Los dos dicen algo que suscita nuevas risas. Aleixo siente que la rabia lo invade.

 Un sirviente pasa una cuerda alrededor del tobillo derecho de Aleixo y la ata a una columna: de este modo el español tendrá una libertad de movimiento muy limitada.

 Le dan una espada y un escudo redondo de madera, recubierto de plumas. La espada es la suya: Kuohtli la ha guardado, sea como trofeo o porque ya pensaba en este combate. Los guerreros aztecas tienen espadas de madera con las hojas de obsidiana, capaces de infligir terribles heridas.

 Aleixo no está acostumbrado a usar escudo, pero ha tenido oportunidad de experimentar cómo combaten los guerreros de estas tierras y sabe cómo valerse.

 Uno de los guerreros avanza hacia él, grita algo en su lengua y ataca. Aleixo lo rechaza sin dificultad. El combate es breve: el hombre no es un adversario a la altura del español. Alexio lo hiere en el brazo, haciéndole caer el arma. El hombre se lleva la mano sana a la herida, lo mira y se inclina de rodillas ante él.

 El soldado no comprende, pero el intérprete le ayuda: alza la mano hacia su cuello y hace un gesto de cortarlo. Aleixo debe matar al enemigo derrotado. No le disgusta. Morirá, pero algunos de sus enemigos morirán con él. Aleixo alza la espada y la hace caer sobre el cuello del hombre. La cabeza rueda por el suelo.

 También el segundo adversario es derrotado rápidamente. Aleixo está perplejo: los aztecas tienen muchos guerreros valientes. ¿Por qué han elegido a dos hombres que eran combatientes mediocres?  ¿Es de verdad un combate o sólo un espectáculo?

 La duda se desvanece rápidamente: los guerreros que afronta Aleixo tras los dos primeros son con toda seguridad más expertos y hábiles. El tercero lo hiere en un hombro y el quinto en una pierna. Cada uno de los combates dura más que el precedente y Aleixo está cada vez más cansado. El pavimento está cubierto por un lago de sangre y los cuerpos de los enemigos muertos yacen en tierra. Los combatientes deben poner atención para no tropezar con los cadáveres o con las cabezas cortadas. El cuarto guerrero resbala en la sangre mientras retrocede y Aleixo lo golpea cuando está en tierra.

 Uno tras otro los rivales de Aleixo van cayendo, a golpe de espada. Algunos mueren en el combate, otros son derrotados y sin dudar se inclinan para ser decapitados. Aleixo está cubierto de sangre y sudor.

 Llega al fin el turno del último guerrero, un hombre fuerte, que se revela inmediatamente como un adversario temible. Alexio ya se fatiga con cualquier movimiento y continuar el combate es un esfuerzo que le parece insensato: morirá en cualquier caso. El español se dice que morir a manos de este hombre sería una buena manera de terminar su vida: si Kuothli lo hubiera matado, hubiera sido mucho mejor, no habría sido estuprado, humillado, castrado. Sí, mejor dejarse matar y no sufrir más humillaciones. Mientras lo piensa mira a Kuothli, que lo está mirando también. En sus ojos lee una reprobación, una acusación de cobardía.

 Aleixo tiene la impresión de haber recibido un azote. Reacciona atacando, pero su adversario para el golpe. El combate se prolonga aún largo tiempo y sólo la fuerza de su voluntad sostiene al soldado.

 Finalmente Aleixo consigue ensartar la espada en el hígado del guerrero, que se tambalea, mientras la espada cae de su mano. El hombre cae de rodillas, las manos en la herida, boqueante. Aleixo alza la espada y la hace caer sobre el cuello, decapitándolo.

 Está cubierto de sudor, que le corre por la cara, por el pecho velludo, por el vientre, donde las gotas se pierden en la maraña de pelo. Respira hondo, como abstraído de todo. Después levanta la mirada hacia Kuothli, que sonríe y hace un gesto a los sirvientes.

 Dos hombres se acercan, desatan la cuerda que le liga el tobillo y lo acompañan a su celda. Aquí uno de ellos sumerge una jarra en el agua y la derrama sobre la cabeza de Aleixo. La sensación del agua que corre, refrescándolo y lavando el sudor, es placentera.

 Lo hacen salir y lo conducen a otra de las celdas. Apenas es abierta la puerta, Aleixo siente la bofetada de calor. Por un instante piensa en un horno, pero en el lugar no hay ningún fuego, sólo una estera a un lado. Un sirviente arroja agua contra una pared e inmediatamente el agua se vuelve vapor, que satura el ambiente. Aleixo comienza a sudar abundantemente. Los dos sirvientes lo restriegan con gran energía, frotándole el cuerpo con hierbas. Después le hacen tenderse sobre la estera. Lo dejan allí durante un buen rato, después le hacen alzarse y lo vuelven a acompañar a la celda.

 Allí derraman más agua sobre su cuerpo, y sus manos le recorren la piel, limpiándole el sudor. A continuación uno de los dos se arrodilla ante él y le acaricia la polla, que se empalma. Cuando está totalmente rígida, el hombre le pasa una cuerda por la base y la aprieta, bloqueando la erección.

 Finalmente los dos hombres untan su cuerpo con un ungüento que desprende un perfume intenso y se van.

 Ahora Aleixo está limpio y perfumado: la preparación ha sido completada. ¿Preparación para qué?  Aleixo sabe que es para el sacrificio y está contento de ir al encuentro de la muerte. Su vida ya no tiene sentido.

 

 Kuohtli entra, seguido de cinco sirvientes.

 Uno lleva la espada del soldado. Otro lleva en su lugar una copa, que le ofrece. Aleixo la toma. Siente el olor intenso de la bebida alcohólica, el octli, cuyo gusto recuerda a la sidra. El soldado bebe.

 Kuothli se le acerca y lo besa en la boca. Aleixo queda estupefacto por este beso, del cual no comprende el sentido.

 Pasan al patio. El cielo está cubierto de nubes, pero tras ellas se divisa una franja de azul. Aleixo lo mira por un instante, después baja los ojos. En una esquina hay tres hombres con instrumentos musicales: un tambor, una flauta y un gong de madera. El flautista comienza a tocar un canto fúnebre monótono, con una melodía que se repite, siempre idéntica.

 El guerrero le indica el altar.

 Aleixo tiende la espalda sobre la piedra, pensando que Kuothli le arrancará el corazón, pero un gesto le indica que se dé la vuelta. Se levanta y apoya el pecho sobre el altar, ofreciendo el culo a su señor. ¿Volverá a ser estuprado antes del sacrificio?  Ya no tiene importancia. Su único deseo es que todo esto acabe, lo más rápido posible.

 Ahora la flauta está acompañada por el tambor, que percusiona rítmicamente, sin interrupción.

 Los sirvientes le han hecho separar bien las piernas, después le inmovilizan las muñecas y los tobillos, atándolo firmemente. Aleixo espera la presión de la polla del guerrero, pero lo que aprieta contra la apertura es una punta. Aleixo intuye y su cuerpo se tensa. Intenta liberarse, pero los sirvientes le impiden soltarse.

 Mientras el gong comienza a sonar, Kuothli apoya una mano en la espalda del soldado y lentamente va introduciendo la espada de acero, que penetra en el culo de Aleixo, lacerándole las vísceras. Una voz entona un canto, mientras la flauta y el tambor parecieran estar compitiendo en un vertiginoso duelo musical, sin respetar sus turnos.

 Aleixo grita, mientras la hoja avanza inexorable a través de su cuerpo. El dolor es atroz y a medida que la hoja profundiza, ondas de dolor lo sacuden en angustioso sufrimiento. Kuothli continúa  empujando y la hoja penetra cada vez más profundo en el cuerpo del prisionero, hasta que la empuñadura toca el culo.

 Aleixo vomita sangre. No tiene fuerza y ya no intenta liberarse. Espera que la muerte lo libere del sufrimiento atroz que lo invade.

 Los sirvientes lo levantan y lo colocan con la espalda sobre el altar.

 Kuothli le agarra la polla, todavía dura porque la cuerda ha impedido que la sangre refluyera, y acerca un puñal. Aleixo cierra los ojos. No se le está privando de nada en este descenso a los infiernos. El guerrero alza el puñal de obsidiana y espera que Aleixo vuelva a abrir los ojos para mostrárselo, después lo baja nuevamente y corta la polla y los cojones. Alexio grita otra vez, un grito salvaje de dolor, que es sofocado por sus propios genitales: Kuothli ha dado el trofeo a un sirviente, que ahora le empuja la polla y los cojones entre los labios, metiéndoselos en la boca.

 Aleixo piensa que le arrancarán el corazón: sólo desea la muerte.

 Kuothli le hunde el puñal en la llaga de la castración, después lo extrae. El mundo oscila en un torbellino de dolor sin fin: hay todavía espacio para un mayor sufrimiento, para una humillación más contundente, mientras la música prosigue, con su ritmo monocorde.

 Los sirvientes mantienen bien abiertas las piernas del prisionero y Kuothli le mete la polla en la herida que ha abierto, como si fuese un coño. Folla al soldado que está muriendo, como un macho folla a una mujer: es la humillación total, definitiva. El español ha dejado de ser un hombre, ha dejado de ser un macho.

 Aleixo cierra los ojos. Sabe que la muerte está próxima, que es su único consuelo.

 Está todavía vivo cuando Kuothli se corre dentro de él y retira la polla cubierta de sangre. El azteca lanza un grito de éxtasis y levanta el puñal en alto. La hoja cubierta de sangre es iluminada por un rayo de sol que surge de las nubes, casi una señal de que los dioses agradecen el sacrificio. Es lo último que Alexio, ya agonizante, puede ver. El guerrero le clava el puñal en el corazón, atravesándolo. El mundo y el sufrimiento se desvanecen. La música termina.

 Un sirviente comienza a despellejar el cadáver de Aleixo. El hombre punza la piel en un punto del cuello y va cortando alrededor, después procede a desprenderla del cuerpo, procurando conservarla en lo posible intacta. A medida que la piel va siendo cortada y estirada, aparece la carne sanguinolenta. La piel, oportunamente tratada y con su cobertura de vello, será un manto que adornará el cuerpo del guerrero.

 Una vez que la cabeza ha sido despellejada, Kuothli la corta. Será hervida para poder desprender la carne, y las aperturas de los ojos, de la nariz, de la boca serán selladas con láminas de oro y piedras preciosas. El cráneo, adornado de gemas, se transformará en una copa de la que el guerrero beberá.

 La espada, sucia de la sangre y la mierda del español, no será limpiada, sino que colgará de una pared, como trofeo de victoria sobre el enemigo.

 Kuothli da una orden a los sirvientes. Estos toman la carcasa sin cabeza y la llevan a una de las letrinas públicas, arrojándola sobre el depósito donde se recojen los excrementos. Cubierto de mierda, el cadáver se descompondrá y terminará después abonando los campos.

 

 

 

Autor original italiano: Ferdinando

Traducción castellana-española: Carlos Hidalgo

 

 

 

 

 

 

 

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